Ni los merodeadores de sueños inconclusos ni los transeúntes
de caminos inciertos podrían jamás haberlo notado. Pero en un barrio
cualquiera, a la hora de las calles vacías (y sobre todo cuando la lluvia cae
de forma constante) se pueden escuchar los secretos jamás contados.
Me pregunté varias veces qué escondía el barrio de mataderos
bajo los escombros de casas antiguas que fueron derribadas por el avance del
progreso. También me pregunté varias veces a dónde fueron los adoquines que
extirparon las obras públicas, con tanta impunidad como la que se juzga a un
inocente. Y no es poca cosa haber recorrido las veredas gastadas, buscando
desesperadamente a los inconscientes de la pelota de trapo que jugaban al
fútbol sin mirar para los dos lados, a ver si venía un automovilista más
inconsciente que ellos y sin medir velocidad.
Los malabaristas de la pelota solían estar en cada esquina y
a cada rato. Haciendo para algunos una fiesta del fútbol y para otros un bailongo
insoportable. Porque por un lado muchos querían dormir la siesta y otros
querían vivir de reunión. Es como esa cruel paradoja de los que aún resisten
ante las incontinencias de la política. Evidentemente un mal necesario para
sostener las democracias que guardan en sí mismas alto niveles de corrupción,
pero qué linda utopía de la libertad para recordarnos, al menos, que debemos
soñar.
El tiempo, tirano insolente y desmedido fabricante de
desapariciones inesperadas, parece haber culminado su obra maestra.
No sólo ya no vemos a los inocentes de la pelota de trapo,
tampoco vemos a los compradores de esquinas tradicionales. Esos que cada vez
que el momento lo disponía, se hacían del eco de las calles sin horizontes para
gritarle al barrio que estaban los vigilantes de las luces de neón. Hacían que
volverse caminando a cualquier hora y con lluvia fuera lo mismo que volverse en
auto y con sol. Porque los copadores de esquinas no conocían de horarios ni
rutinas. Sabían que estaban por estar. Pero que todo el mundo los saludaba al
pasar. Digno reconocimiento a horas de vagancia en donde los códigos se
anteponían a la desolación.
También desaparecieron de la mirada de la nostalgia los que
hacían de la bicicleta alguna circunstancia especial. Por un lado el grupito de
los vencedores del 113. Aquellos que le corrían carreras al colectivo en plena
Emilio Castro, esperando una victoria significante ante la presencia casi
divina de la pibita que les gustaba. Y cuenta la leyenda indefinida que un día
lograron ganar. Con tan buen tino que la pibita había desaparecido, fugaz en el
atardecer, haciendo de ese triunfo un voraz recuerdo infantil que, para colmo,
los enfrentaba al bando opuesto que gozaban de la franquicia de bicicletas de
cromo, que se suponían más veloces que las mountain bikes.
El barrio de mataderos era una constante invitación a las
olimpíadas de Pisistrato, tirano de Atenas que con artilugios demagogos podía
hacerse de un poder perdurable. Porque mientras los merodeadores, los futboleros
y los copadores no advertían que la llama del barrio se extinguía, su propia
Atenas no estaba en riesgo.
Había por ahí alguna Esparta, dentro de las entrañas del
barrio de Lugano. Sigilosamente se acercaban a las espaldas del Matadero sin llegar
a comprender que, bajo los lineamientos de las clausulas internas, el barrio se
dirimía en la cancha.
Esas luchas de las que alguna vez fui testigo directo,
cayeron en la desgracia de un olvido que no se recuerda ni a él mismo. Y que si
el mismo olvido se hubiera dado cuenta de que olvidaba, tampoco hubiera
permitido semejante atrocidad al recuerdo. Porque el recuerdo es fugaz y
esporádico y pervierte las mejores llamas de nobleza, que supieron darle al
barrio un color sepia inexpugnable.
Y ahí, perdido en la nostalgia, como tortura constante de
los ante pasados que lo fundaron, como la de las baldosas que ya no pisamos o
los carnavales que se fueron, ahí se queda mutando el barrio que muchos piensan
que ha progresado. Llenos de edificios y de plazas verdes. Custodiado por
cantidades de policías que saludan atentamente al pasar. Con chalets radiantes
de colores y mucha gente nueva que ha llegado buscando un destino.
En realidad, sentado y exiliado en un bar antiguo de Las
Heras, cerquita del Malba, no se me ocurre pensar en otra cosa. Con esta lluvia
copiosa y un frío que no pasa, pienso que se ha intentado disfrazar de progreso
un mundo que fue devastado por el avance de unos pocos. Que las baldosas que
contaban historias se fueron como los carnavales que ya no venden la ilusión de
una eterna Avenida Alberdi. Y que los edificios mataron a las casas que tenían,
muy dentro suyo, alguna historia familiar. Que las plazas verdes están
hermosas, pero que cierran a las diez de la noche con el mismo policía que te
invita a salir apuradamente. Con esos chalets que ya no tienen pertenencia,
pues se ha ido, de a poco, la suerte de la creación.
Solo nos queda eso. El fugaz recuerdo o la constante tortura
de tardes de esperanza que, estoy seguro, los creadores de siestas extensas
desearían recuperar. Un testigo del tiempo, que fue parte de los malabaristas
de la pelota de trapo firma este pensamiento: Se jugaba con lo que se podía y
se era feliz con lo que se tenía. El progreso es otra cosa. (Ahora que lo
pienso… Este bar también ha sido infectado de progreso. No dejaré propina)