domingo, 28 de julio de 2019

Mientras cae la lluvia. De Daniel Favieri Tuzio



Ni los merodeadores de sueños inconclusos ni los transeúntes de caminos inciertos podrían jamás haberlo notado. Pero en un barrio cualquiera, a la hora de las calles vacías (y sobre todo cuando la lluvia cae de forma constante) se pueden escuchar los secretos jamás contados.
Me pregunté varias veces qué escondía el barrio de mataderos bajo los escombros de casas antiguas que fueron derribadas por el avance del progreso. También me pregunté varias veces a dónde fueron los adoquines que extirparon las obras públicas, con tanta impunidad como la que se juzga a un inocente. Y no es poca cosa haber recorrido las veredas gastadas, buscando desesperadamente a los inconscientes de la pelota de trapo que jugaban al fútbol sin mirar para los dos lados, a ver si venía un automovilista más inconsciente que ellos y sin medir velocidad.  
Los malabaristas de la pelota solían estar en cada esquina y a cada rato. Haciendo para algunos una fiesta del fútbol y para otros un bailongo insoportable. Porque por un lado muchos querían dormir la siesta y otros querían vivir de reunión. Es como esa cruel paradoja de los que aún resisten ante las incontinencias de la política. Evidentemente un mal necesario para sostener las democracias que guardan en sí mismas alto niveles de corrupción, pero qué linda utopía de la libertad para recordarnos, al menos, que debemos soñar.
El tiempo, tirano insolente y desmedido fabricante de desapariciones inesperadas, parece haber culminado su obra maestra.
No sólo ya no vemos a los inocentes de la pelota de trapo, tampoco vemos a los compradores de esquinas tradicionales. Esos que cada vez que el momento lo disponía, se hacían del eco de las calles sin horizontes para gritarle al barrio que estaban los vigilantes de las luces de neón. Hacían que volverse caminando a cualquier hora y con lluvia fuera lo mismo que volverse en auto y con sol. Porque los copadores de esquinas no conocían de horarios ni rutinas. Sabían que estaban por estar. Pero que todo el mundo los saludaba al pasar. Digno reconocimiento a horas de vagancia en donde los códigos se anteponían a la desolación.
También desaparecieron de la mirada de la nostalgia los que hacían de la bicicleta alguna circunstancia especial. Por un lado el grupito de los vencedores del 113. Aquellos que le corrían carreras al colectivo en plena Emilio Castro, esperando una victoria significante ante la presencia casi divina de la pibita que les gustaba. Y cuenta la leyenda indefinida que un día lograron ganar. Con tan buen tino que la pibita había desaparecido, fugaz en el atardecer, haciendo de ese triunfo un voraz recuerdo infantil que, para colmo, los enfrentaba al bando opuesto que gozaban de la franquicia de bicicletas de cromo, que se suponían más veloces que las mountain bikes.
El barrio de mataderos era una constante invitación a las olimpíadas de Pisistrato, tirano de Atenas que con artilugios demagogos podía hacerse de un poder perdurable. Porque mientras los merodeadores, los futboleros y los copadores no advertían que la llama del barrio se extinguía, su propia Atenas no estaba en riesgo.
Había por ahí alguna Esparta, dentro de las entrañas del barrio de Lugano. Sigilosamente se acercaban a las espaldas del Matadero sin llegar a comprender que, bajo los lineamientos de las clausulas internas, el barrio se dirimía en la cancha.
Esas luchas de las que alguna vez fui testigo directo, cayeron en la desgracia de un olvido que no se recuerda ni a él mismo. Y que si el mismo olvido se hubiera dado cuenta de que olvidaba, tampoco hubiera permitido semejante atrocidad al recuerdo. Porque el recuerdo es fugaz y esporádico y pervierte las mejores llamas de nobleza, que supieron darle al barrio un color sepia inexpugnable.
Y ahí, perdido en la nostalgia, como tortura constante de los ante pasados que lo fundaron, como la de las baldosas que ya no pisamos o los carnavales que se fueron, ahí se queda mutando el barrio que muchos piensan que ha progresado. Llenos de edificios y de plazas verdes. Custodiado por cantidades de policías que saludan atentamente al pasar. Con chalets radiantes de colores y mucha gente nueva que ha llegado buscando un destino.
En realidad, sentado y exiliado en un bar antiguo de Las Heras, cerquita del Malba, no se me ocurre pensar en otra cosa. Con esta lluvia copiosa y un frío que no pasa, pienso que se ha intentado disfrazar de progreso un mundo que fue devastado por el avance de unos pocos. Que las baldosas que contaban historias se fueron como los carnavales que ya no venden la ilusión de una eterna Avenida Alberdi. Y que los edificios mataron a las casas que tenían, muy dentro suyo, alguna historia familiar. Que las plazas verdes están hermosas, pero que cierran a las diez de la noche con el mismo policía que te invita a salir apuradamente. Con esos chalets que ya no tienen pertenencia, pues se ha ido, de a poco, la suerte de la creación.
Solo nos queda eso. El fugaz recuerdo o la constante tortura de tardes de esperanza que, estoy seguro, los creadores de siestas extensas desearían recuperar. Un testigo del tiempo, que fue parte de los malabaristas de la pelota de trapo firma este pensamiento: Se jugaba con lo que se podía y se era feliz con lo que se tenía. El progreso es otra cosa. (Ahora que lo pienso… Este bar también ha sido infectado de progreso. No dejaré propina)