Difícilmente encontremos en estas palabras
la forma adecuada de profundizar sobre la figura del General don José de San
Martín. Definitivamente sería un intento fallido poder conmemorar en algunas
letras ese fuego sagrado que se encendía en el pecho de nuestro prócer y que
nos iluminaba con sus sueños de Independencia. Pero sería mucho más complejo
aún no hacernos eco de ese sueño y trasladarlo a nuestro presente. No solo para
que todos y todas nos unamos en una búsqueda sin fines, sino para que entendamos
que nuestra lucha es la continuidad de nuestros líderes más enérgicos.
Estas palabras comienzan con un abandono,
con un exilio y con una muerte. Estos párrafos no son sino entonces la
inmediata descripción de todo aquello.
José Francisco de San Martín, hijo del
militar español don Juan de San Martín y Gregoria Matorras, debió abandonar su
tierra natal para seguir a su padre rumbo a Cádiz, España, sin tener la mínima
noción de lo que el futuro le deparaba. Hacia 1789 fue cadete del ejército de
Murcia, combatiendo en lo sucesivo en el continente africano y en contiendas
que lo enfrentaron a Francia, Inglaterra y Portugal. Luego de la batalla de
Bailén fue condecorado por su participación, resistencia y abatimiento de las
tropas francesas de Napoleón I. Sin embargo, y a pesar de tan grande carrera
militar, su sueño estaba por comenzar. En este abandono irremediable de su
patria, San Martín logró vincularse a jóvenes americanos que compartían un
ideal de Independencia para las regiones de donde provenían. Allí radica quizás
el producto teórico y romántico de semejante genio.
Muchas veces cuando se producen este tipo
de producciones, resulta inevitable pensar en que un baluarte de la
Independencia fuera expulsado de su propia tierra, enfrentado con las máximas autoridades
políticas de la región, entre ellas Rivadavia, que restaría todo apoyo al
Ejército de los Andes.
Es que a lo largo de toda su historia
política y militar San Martín puso en evidencia los roles de los personajes más
ilustrados del momento. Y desde esa movilidad, el futuro libertador de Chile y
Perú no se conformaba con poco. En una época de inestabilidad política como la
que se vivía en 1815 en toda América y de las bajas posibilidades de triunfo
ante la avanzada realista, San Martín no solo sostenía la bandera del
continente, sino que además enseñaba mediante su pedagogía los nuevos enfoques
estadísticos y libertarios. Acumulaba tantos odios como lealtades. Y quienes lo
conocían, difícilmente no encontrarían en su nombre un sinónimo de moralidad y
dignidad.
Bajo la desprestigiada masonería reorganizó
el poder político con un Triunvirato que ya no fuera temeroso ni insuficiente.
Libró la batalla de San Lorenzo a cargo de un ejército de granaderos que, con
métodos administrativos y estratégicos, comenzaron a entender de qué se trataba
defender las fronteras de la patria.
San Martín promovió salarios y vestimentas
e hizo del ejército una maquinaria de ataque más que de defensa. Con su famoso
ataque en pinza en donde el rival se veía atrapado y manipulado a gusto, se
hizo de una efectividad que lo caracterizaría por siempre.
No fue gobernador de Cuyo por el simple hecho
de pertenecer a una clase elitista y de tertulias, sino que los habitantes del
Cuyo lo admiraban por su obra y su estandarte, por su persona y su fuego
sagrado: un amor inconmensurable por la libertad.
Daba comienzo la inevitable declaración de
Independencia de 1816 encontrando en Pueyrredón un aliado político que sustentó
la empresa más grande de toda América: Cruzar los Andes, sorprender a los
realistas y avanzar al Perú.
Sin embargo todo esto le costaría caro. San
Martín no gozaba de buena salud y los dolores atormentaban sus funciones. Con
la caída de Pueyrredón como director supremo de Buenos Aires, San Martín se
quedó solo. Desobedeciendo las ordenes de retorno, pues su famosa frase “no
derramaré la sangre de mis hermanos” caló hondo en el juicio de sus
detractores. Luego de la reunión en Guayaquil y la negativa de Simón Bolívar
para unir fuerzas, un cansado general se propiciaba a su exilio. Su mujer
moriría sin verle nuevamente el rostro y sin más compañía que el injusto
desprestigio, el libertador regresaba a Europa en el más puro ostracismo.
La renuncia a todo cargo político,
ganancias y sueldos desmedidos, el amor a una causa que pendía de un hilo a la
hora de su llegada y la tan ansiada libertad determinaron que San Martín
muriera el 17 de agosto de 1850 en una pequeña cama de una humilde casa en
Boulogne Sur Mer, Francia. Jamás pudo retornar a su tierra natal.
En 1823, San Martín extendió su más claro
obituario sin pensar en el futuro: “El nombre del general San Martín ha sido
más considerado por los enemigos de la Independencia que por los muchos
americanos a quienes he arrancado las viles cadenas que arrastraban”.
En nuestros días, la moralidad
sanmartiniana nos invita a que seamos dignos. A que bajo la tierra que fue
dominada y liberada con la sangre y el fuego de nuestros antepasados, de los
esclavos que peleaban por su libertad haciendo suya la patria que los dominó,
de todas las mujeres que blandieron las armas, las telas y las banderas, es que
debemos proseguir la búsqueda de nuestra entera Independencia.
La dignidad sanmartiniana implica amar los
proyectos en los que participamos, pronunciar el nombre de nuestro país por
encima de los nombres, entender que una sociedad argentina unida en una causa más
que poderosa, defendernos ante la desigualdad, ser equilibrados con nuestra
tierra y nuestro medio ambiente y promover la libertad de pensamientos, pues
“todos somos iguales ante el supremo”.
Argentina, en palabras de don José de San
Martín les decimos que “todos y cada uno de ustedes conocen el esfuerzo y las
dificultades por las que hemos pasado. Llegar hasta aquí es bastante, pero
nunca es suficiente. Son la esperanza de la América, cada uno de ustedes lleva
consigo lo más importante, ¡la libertad!” Nunca nos olvidemos de eso.
Dijo el doctor Favaloro en su libro sobre
San Martín: “Sólo espero que contribuya a que los argentinos encontremos el
camino que nos lleve a ubicarnos correctamente en este difícil momento
histórico que nos toca compartir y para que no seamos engañados, una vez más,
como tantas veces lo fuimos” (Favaloro 2009: 11)