miércoles, 2 de mayo de 2018

La crisis de las instituciones


Jueves, 22 de febrero de 2018
Desde hace varios años en las encuestas, las instituciones del país vienen bajando sus niveles de favorabilidad. Se salvan como siempre: el ejército, la iglesia y en algo la Policía.
Durante gobiernos anteriores instituciones como: la Procuraduría o la Fiscalía gozaron de cierto prestigio, otras tradicionales como el Congreso y la Presidencia, siempre tuvieron mala imagen, a excepción de Álvaro Uribe. Sin embargo, no se conocía en décadas una imagen tan negativa en casi todas las instituciones del Estado; pasando por las altas cortes, los ministerios y hasta el mismo Sena; así surge la pregunta: ¿cómo se llegó a semejante situación?
La respuesta no es fácil pues la causalidad habría que estudiarla a fondo, pero se puede decir que tiene correlación con: la corrupción, la falta de gestión y sobre todo la parcialidad o politización de algunas de ellas.
Como hace mucho no pasaba, se destaparon bastantes escándalos de corrupción pasando por el favorecimiento de grandes contratos estatales a particulares que no cumplían, el más sonado de ellos: Odebrecht, en donde se vieron salpicados distintas partes del gobierno y hasta dos ministras; se descubrió el cartel de la toga y todavía se investigan contratos irregulares por parte de la fiscalía anterior. Y lo peor, sin vergüenza alguna dentro del gobierno se habla abiertamente de la mermelada y las cuotas burocráticas.
La falta de gestión es evidente ante nuestros índices que crecen lentamente, pero otros como el de la exportación de coca están disparados, la economía que venía siendo manejada de manera juiciosa incluso en los peores gobiernos, se vio afectada con una reforma tributaria y con un crecimiento en el cupo de endeudamiento. La Cancillería tampoco goza de grandes afectos a pesar de la gran inversión en nuevos consulados y embajadas. Tal vez, porque para tener una posición internacional se necesita sonreír pero también firmeza.
Pero de todos tal vez el campo más preocupante es el de la politización de las instituciones. En los corredores se habla de nombramientos por el pago de favores políticos, causa reciente de la protesta en varios consulados. De fallos judiciales con carga ideológica y de persecuciones orquestadas por ellas; para algunos resulta al menos suspicaz que la anterior Fiscalía pasara por alto varios delitos pero que investigara con ahínco los de la oposición, resultó curioso que candidatos abiertamente de izquierda terminaran apoyando la reelección del actual presidente y después acabaran de ministros; y resulta curioso también que a dos semanas de elecciones resulten tantas nuevas investigaciones en contra de los grupos contrarios al gobierno.
La crisis y la falta de credibilidad en las instituciones es peligrosa; da vida a nuevos caudillos populistas y hace decrecer la inversión extranjera. Recuperarlas y darles credibilidad debe ser tema principal de los próximos gobiernos, si no, su descrédito terminará por acabar los cimientos de la actual democracia.

martes, 1 de mayo de 2018

Los efectos del sueño - De Daniel Favieri


Cualquier otro hubiera claudicado en la fría noche de Agosto, cuando los efectos de los somníferos del sueño ya se habían terminado. Es que esos habían sido para Indalecio Álvarez los días más tristes de su existencia.
No había conocido en su perseverante actitud semejante conspiración en su contra. Es que Indalecio Álvarez fue lógicamente un hombre de pocas palabras, de muchas mujeres y de grandes metas… Solo que él nunca se enteró.
Había en su porte un estigma al caminar. No lo hacía como cualquier ser humano normal. Tenía la espalda como una tabla y arrastraba sus pies cuando la adrenalina se dormía. Pero durante aquellos días enfermos de agosto, Indalecio los vivió corriendo.
La noche anterior al suceso, este hombre oriundo de la Provincia de Córdoba, soñó que su infancia había retornado. Como un curioso juego del destino, pensó que las cosas podían cambiar. Creyó que en su cabeza dejaría de rondar el fantasma de los malos recuerdos. Y también sintió en su cuerpo el roce del viento que cambia el rumbo de todo aquello que viene mal.
Fueron días distintos para Indalecio que, al despertar, había notado que la casucha en la que vivía, con ese olor a putrefacción y tierra, seguía siendo el techo que a duras penas lo cubrían de la lluvia. Volvió a sospechar de que los sueños, por más pequeños que fueran, eran difíciles de cumplir.
Como un pacto con las secuencias de su vida, decidió por un día olvidar todo aquello que lo podría hacer desertar. Pero no fue sino hasta ese último segundo de vida, en que se dio cuenta de que a veces es mejor recordar que pensar de más.
Nunca se le había ocurrido en su extraña existencia superar las barreras de lo prohibido. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza herir a alguien. Pero fue lo profundo del ser, la inmensa imposibilidad de su estigma y la sangre que le hervía en las venas lo que le produjo los efectos contrarios que le enfermaron el corazón: el amor. Y cuando eso ocurrió, ya no volvería el tiempo hacia atrás.
Tres días antes de su último segundo de aire en el cuerpo, Indalecio Álvarez había dejado a su novia en la casa de su padre. Eran las cinco de la tarde y habían planeado reencontrarse a las 8 para ir al cine y cenar.
A las 9 de la noche, Indalecio llamó a casa de su suegra preguntando por María, pero esta ya se había ido una hora antes. Por la cabeza de este ser humano se posaron las peores predicciones. Como el presentimiento de un final sin anuncio o de un desastre natural sin aviso. No le quedó otra cosa más que caminar.
Él sospechaba que el ex novio de María, con quien había tenido sendos enfrentamientos de violencia, podría haber regresado a la insistencia. Por lo tanto fue a golpear la puerta de su casa, pero nada… No se escucharon ni los perros Doberman que este hombre tenía.
No habían rastros de María. Recorrió todos los caminos posibles… Y nada. Fue a la policía a pedir ayuda, pero faltaba lo que en toda película resuena sin cesar. “No podemos tomar la denuncia hasta comprobar su desaparición”.
Como era de esperar y como marcaba su presentimiento, nada bueno ocurrió. Los días pasaron y el amor de su vida no había regresado.
Cuando pudo radicar la denuncia, ya era tarde. Nombró entre otros sospechosos a Augusto Martín, el ex novio de María y a otros posibles sospechosos.
Cuando la policía consiguió la orden de allanamiento ya era tarde. Habían pasado dos días. De nada sirvió que derribaran la puerta y encontraran el cuerpo de María tirado en el suelo. Poco tuvo de suerte esta historia de amor.
Indalecio sabía que podía encontrarlo, que tenía todo en sus manos para entregar nuevas pistas que hicieran que la policía se acercara al asesino… Pero prefirió callar.
Hasta ese momento no había derramado ni una sola lágrima por su novia. Por el contrario, a muchos les llamaba la atención que así fuera. Pero él no entendía de dolor. Solamente clamaba por venganza.
Llegó a su casucha, se sentó al pie de la cama y rezó dos veces el Padre nuestro. Pidió la absolución de sus pecados en su dialéctica directa con Dios y como por arte de magia sacó de debajo de su cama un revólver que nunca había utilizado.
Partió en su furia incipiente como un rayo en la tormenta y aceleró el paso a medida que los segundos corrían. Había pasado toda la noche buscando al asesino. Pero no había tenido éxito. Solamente le quedaba una oportunidad que su mente en blanco le había permitido observar: Augusto Martín siempre había querido llevar a María a conocer el mar.
Efectivamente, luego de una mañana entera de viaje, Indalecio llegó a Playa grande, el lugar que por antonomasia hubieran conocido Augusto y María si esta no lo habría dejado. Y allí estaba, parado como una estatua. Escuchando las olas que iban y venían. Soñando que nada de todo eso podía ser real.
Indalecio le apuntó con el arma en la cabeza. Pero Augusto ni se movió. Cuando intentó efectuar el disparo… Indalecio claudicó. Bajó su arma. Miró fijamente la nuca del asesino y se dio cuenta de que ya no estaba vivo, sino que se trataba de un hombre muerto.
A medida que Indalecio Álvarez se alejaba de Playa grande, Augusto Martín daba pasos firmes hacia lo hondo del mar.
Una vez que llegó a su casucha, Indalecio se dio cuenta de que todo había terminado y que ya nada tendría sentido. Guardó su arma debajo de la cama. Recostó su cabeza en la almohada y finalmente se dejó llevar por sus impulsos. Comenzó a tomar todas aquellas cosas que le hacían mal y decidió someterse al juicio de su corazón. Necesitaba a María para toda la eternidad. Y fue en ese segundo antes de morir en que lloró a María por primera vez. Pero fue un llanto débil… corto, sin sufrimiento. Porque los efectos del sueño, tiranos enemigos del olvido, no le dieron el tiempo de recordar.