domingo, 29 de julio de 2018

Laudato, Sí. La visión del Papa sobre el Medio Ambiente



Una visión general
«¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?» (n. 160). Esta pregunta está en el centro de Laudato si’, la esperada Encíclica del Papa Francisco sobre el cuidado de la casa común. Y continúa: «Esta pregunta no afecta sólo al ambiente de manera aislada, porque no se puede plantear la cuestión de modo fragmentario», y nos conduce a interrogarnos sobre el sentido de la existencia y el valor de la vida social: «¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita esta tierra?»: si no nos planteamos estas preguntas de fondo -dice el Pontífice – «no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan obtener resultados importantes».
La Encíclica toma su nombre de la invocación de san Francisco, «Laudato si’, mi’ Signore», que en el Cántico de las creaturas recuerda que la tierra, nuestra casa común, «es también como una hermana con la que compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos » (1). Nosotros mismos «somos tierra (cfr Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está formado por elementos del planeta, su aire nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura» (2).
Pero ahora esta tierra maltratada y saqueada clama (2) y sus gemidos se unen a los de todos los abandonados del mundo. El Papa Francisco nos invita a escucharlos, llamando a todos y cada uno –individuos, familias, colectivos locales, nacionales y comunidad internacional– a una “conversión ecológica”, según expresión de San Juan Pablo II, es decir, a «cambiar de ruta», asumiendo la urgencia y la hermosura del desafío que se nos presenta ante el «cuidado de la casa común». Al mismo tiempo, el papa Francisco reconoce que «se advierte una creciente sensibilidad con respecto al ambiente y al cuidado de la naturaleza, y crece una sincera y dolorosa preocupación por lo que está ocurriendo con nuestro planeta» (19), permitiendo una mirada de esperanza que atraviesa toda la Encíclica y envía a todos un mensaje claro y esperanzado: «La humanidad tiene aún la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común» (13); «el ser humano es todavía capaz de intervenir positivamente» (58); «no todo está  perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, pueden también superarse, volver a elegir el bien y regenerarse » (205).
El Papa Francisco se dirige, claro está, a los fieles católicos, retomando las palabras de San Juan Pablo II: «los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe» (64), pero se propone «especialmente entrar en diálogo con todos sobre nuestra casa común» (3): el diálogo aparece en todo el texto, y en el capítulo 5 se vuelve instrumento para afrontar y resolver los problemas. Desde el principio el papa Francisco recuerda que también «otras Iglesias y Comunidades cristianas –como también otras religiones– han desarrollado una profunda preocupación y una valiosa reflexión» sobre el tema de la ecología (7). Más aún, asume explícitamente su contribución a partir de la del «querido Patriarca Ecuménico Bartolomé» (7), ampliamente citado en los nn. 8-9. En varios momentos, además, el Pontífice agradece a los protagonistas de este esfuerzo –tanto individuos como asociaciones o instituciones–, reconociendo que «la reflexión de innumerables científicos, filósofos, teólogos y organizaciones sociales [ha] enriquecido el pensamiento de la Iglesia sobre estas cuestiones» (7) e invita a todos a reconocer «la riqueza que las religiones pueden ofrecer para una ecología integral y para el desarrollo pleno del género humano» (62).
El recorrido de la Encíclica está trazado en el n. 15 y se desarrolla en seis capítulos. A partir de la escucha de la situación a partir de los mejores conocimientos científicos disponibles hoy (cap. 1), recurre a la luz de la Biblia y la tradición judeo-cristiana (cap. 2), detectando las raíces del problema (cap. 3) en la tecnocracia y el excesivo repliegue autorreferencial del ser humano. La propuesta de la Encíclica (cap. 4) es la de una «ecología integral, que incorpore claramente las dimensiones humanas y sociales» (137), inseparablemente vinculadas con la situación ambiental. En esta perspectiva, el Papa Francisco propone (cap. 5) emprender un diálogo honesto a todos los niveles de la vida social, que facilite procesos de decisión transparentes. Y recuerda (cap. 6) que ningún proyecto puede ser eficaz si no está animado por una conciencia formada y responsable, sugiriendo principios para crecer en esta dirección a nivel educativo, espiritual, eclesial, político y teológico. El texto termina con dos oraciones, una que se ofrece para ser compartida con todos los que creen en «un Dios creador omnipotente» (246), y la otra propuesta a quienes profesan la fe en Jesucristo, rimada con el estribillo «Laudato si’», que abre y cierra la Encíclica.
El texto está atravesado por algunos ejes temáticos, vistos desde variadas perspectivas, que le dan una fuerte coherencia interna: «la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo está conectado, la crítica al nuevo paradigma y a las formas de poder que derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de  entender la economía y el progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología, la necesidad de debates sinceros y honestos, la grave responsabilidad de la política internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida.» (16).
Capítulo 1 – «Lo que le está pasando a nuestra casa»
El capítulo asume los descubrimientos científicos más recientes en materia ambiental como manera de escuchar el clamor de la creación, para «convertir en sufrimiento personal lo que le pasa al mundo, y así reconocer cuál es la contribución que cada uno puede aportar» (19). Se acometen así «varios aspectos de la actual crisis ecológica» (15).
EI cambio climático: «El cambio climático es un problema global con graves dimensiones ambientales, sociales, económicas, distributivas y políticas, y plantea uno de los principales desafíos actuales para la humanidad» (25). Si «el clima es un bien común, de todos y para todos» (23), el impacto más grave de su alteración recae en los más pobres, pero muchos de los que «tienen más recursos y poder económico o político parecen concentrarse sobre todo en enmascarar los problemas o en ocultar los síntomas» (26): «La falta de reacciones ante estos dramas de nuestros hermanos y hermanas es un signo de la pérdida de aquel sentido de responsabilidad por nuestros semejantes sobre el cual se funda toda sociedad civil» (25).
La cuestión del agua: El Papa afirma sin ambages que «el acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos». Privar a los pobres del acceso al agua significa «negarles el derecho a la vida radicado en su dignidad inalienable» (30).
La pérdida de la biodiversidad: «Cada año desaparecen miles de especies vegetales y animales que ya no podremos conocer, que nuestros hijos ya no podrán ver, perdidas para siempre» (33). No son sólo eventuales “recursos” explotables, sino que tienen un valor en sí mismos. En esta perspectiva «son loables y a veces admirables los esfuerzos de científicos y técnicos que tratan de aportar soluciones a los problemas creados por el ser humano», pero esa intervención humana, cuando se pone al servicio de las finanzas y el consumismo, «hace que la tierra en que vivimos se vuelva menos rica y bella, cada vez más limitada y gris » (34).
La deuda ecológica: en el marco de una ética de las relaciones internacionales, la Encíclica indica que existe «una auténtica deuda ecológica» (51), sobre todo del Norte en relación con el Sur del mundo. Frente al cambio climático hay «responsabilidades diversificadas» (52), y son mayores las de los países desarrollados.
Conociendo las profundas divergencias que existen respecto a estas problemáticas, el Papa Francisco se muestra profundamente impresionado por la «debilidad de las reacciones» frente a los dramas de tantas personas y poblaciones. Aunque no faltan ejemplos positivos (58), señala «un cierto adormecimiento y una alegre irresponsabilidad» (59). Faltan una cultura  adecuada (53) y la disposición a cambiar de estilo de vida, producción y consumo (59), a la vez que urge «crear un sistema normativo que […] asegure la protección de los ecosistemas» (53). 
Preguntas: 
1) ¿Cuál es el enfoque político - económico que tiene el Papa sobre el Medio Ambiente?
2) ¿Cuál creés que es la Deuda Ecológica que tiene la humanidad con la naturaleza? (Tener en cuenta la mirada del Laudato, Sí)
3) El Papa habla de avances técnicos y científicos... ¿Operan los mismos en favor del Medio Ambiente o no? Describir en base a tu opinión.

viernes, 27 de julio de 2018

La cuarentena de Furet


De Daniel Favieri



Las cruces del pueblo ya no tenían un individuo que mojara con sus lágrimas su enmohecida estructura de piedra. Era tan evidente el cambio que ni el mismísimo Eliseo, cuidador del cementerio, seguía frecuentando ese terreno. El pueblo de Furet ya no tenía muertos a quién llorar.
Fue un éxodo de una noche de lluvia, fría y oscura, en dónde la mayoría de los ciudadanos comenzaron a marcharse. La luna se había escondido, como precipitando el adiós y el sol hacía días que no se asomaba.
Nadie había imaginado jamás semejante final. Ni siquiera los más experimentados y viejos frecuentadores del café del “gallego” que se internaban en las mesas agrietadas a filosofar sobre la vida.
Hacía rato que Furet vivía un ostracismo que hasta muy probablemente fuera planeado. Ya ni siquiera el café que servía el “gallego” era tan bueno. Se parecía más a una taza de petróleo rebajado con agua. Es que, por causa y efecto, la desesperación del turismo por conocer el esplendor de aquel pueblo tan reservado hizo que los habitantes del mismo se jugaran una mano a las cartas con el objetivo literal de borrarlo del mapa.
Fue una ardua tarea, pero radicalmente Furet, por decreto de su intendente, dejó de pintar sus coloridas casas, olvidó de cambiar las lamparitas de alguna que otra callecita de tierra y prefirió dejar el asfalto para otro momento.
Más de un vecino se había puesto contento. Ya no se les cobraría el impuesto de alumbrado, barrido y limpieza. Cuanto más sucio y anticuado estuviera Furet… mejor.
Lentamente y ante la falta de capitales turísticos, comenzó a suceder el efecto de la causa. Muchos de los comercios de Furet cerraron. Ya no había turistas que comprasen sus recuerdos ni mucho menos recuerdos que quisieran venderse.
Como por arte de magia los satélites impugnaron el espacio y el tiempo. Como reacción momentánea los municipales colgaron un cartel en la entrada del pueblo que rezaba “Furet en cuarentana. Disculpe las molestias”. Sin embargo la cuarentena duraría meses, años… Eternidad.
Quizás como un castigo a su individualismo o como una venganza de aquellos que no lo pudieron disfrutar, el efecto devastador que se había auto generado el pueblo encontró su momento final cuando, aquellos últimos jóvenes con deseos de progresar, egresaron de la escuelita próxima a cerrar.
Ya no existía primaria, porque no había niños que crecieran en Furet. Ya no habría secundaria, porque no había adolescentes que cursaran. Y como no había ni terciario ni universidad, los últimos estudiantes de Furet produjeron el éxodo devastador.
No tenían tumbas a las que arraigarse, porque ya nadie moría en Furet. No tenían una tierra que los amarre ni un enemigo a quien odiar. No tenían amigos con quien solidarizarse, pues no existió mayor solidaridad que la de aquel éxodo en esa noche lluviosa y fría en donde los adolescentes de Furet, un puñado de veinte, decidieron tomarse el tren de la distancia.
Entre las corridas y las valijas, entre los sueños de aquellos padres que les habían jurado no morir en Furet y entre las bocinas del tren, el éxodo tuvo un sabor a enfermedad. Porque no hay peor enfermedad que enterrar las raíces de la identidad, no hay peor mal que el ostracismo de aquello que se quiere guardar bajo un síndrome de egoísmo. Y no hay peor maldad que la de aquellos que no saben regresar.
Allí se quedó el viejo cuidador del cementerio, estrujando sus tripas con sabor a odio pero llorando en esa noche oscura con su pañuelo en la mano y despidiendo a lo que alguna vez creyó la esperanza del pueblo y el retorno de algún esplendor como resabio de lo que fue.
No obstante creía fervientemente el viejo cuidador que si al menos uno se quedaba allí, aún se corría la suerte de volver a soñar con Furet. A la mañana siguiente, a las puertas de entrada, tomó el cartel de cuarentena y le cambió su leyenda que ahora decía “pueblo abierto, vuelva a conocer Furet”.

domingo, 22 de julio de 2018

El Autor de Daniel Favieri


Escrito encontrado en una casona de Recoleta. 1916.
Siempre me levanté de las cenizas de mi propio cuerpo. Desperdigadas por el viento. Seleccionadas por el tiempo.
No es que las cosas me estuvieran saliendo mal. Simplemente que a veces uno piensa con claridad. Y en esa falta de identidad, de metas claras y de amores crueles, la vida castiga con la dureza de un terremoto.
No es tampoco la falta de sueños. Ellos siempre me sobraron. Es simplemente no haber sabido capitalizarlos, porque nosotros somos las propias inversiones de lo que hacemos. Nuestro futuro es el ahorro de ese capital indiscutible, necesario y hasta a veces también infeliz. Porque no es el oro del mundo el que nos salva de nuestros problemas. Es más simple que eso. Se trata de nuestro tesoro personal. Lo que nos llevamos cuando nos vamos. Lo que nos guardamos en un hueco del corazón y para siempre.
Digo yo, que por ahí peco de soberbio, que la pertenencia de un autor a todo exceso de resignificaciones y ponderaciones, lo eximen de cualquier éxito y por ende de una relativa falta de humildad. Así, el autor se vuelve un ermitaño de sus obras, un solitario transeúnte de caminos inventados y un generador oculto de proyectos impensados.
Me di cuenta entonces de que no hay nada qué buscar en los tiempos del pasado, porque nada podría ser igual. Sin embargo, a pesar de las sombrías huellas del dolor aparente, uno siempre intenta regresar. No sé exactamente qué buscamos, pero sí puedo decir que evidentemente nos gusta volver a empezar.
Siempre mantuve mi perfil oculto detrás de un seudónimo ilustrado por letras simbólicas. Quizás necesitado de mantener en silencio el rumbo de mis pensamientos, pero entendiendo que a veces se paga con la moneda del olvido.
Así, un buen día, cuando quise dar vuelta la página de mi historia, me di cuenta de que ningún pergamino hablaba de mi nombre. Sin embargo noté que todos hablaban de mis libros, de mis conclusiones y de mi filosofía de vida.
No hay mayor extrañeza que la de escuchar el silencio de un nombre que se proclama a gritos y que se ignora sin saberlo. Si uno pierde la propiedad de su nombre, pierde la identidad del ser. O acaso entiendo que por lo menos nada se escapa a la austeridad de una vida tan compleja.
He sido invitado muy pocas veces a disfrutar de las mieles del éxito, pero poco me importó entonces. Era más sencillo no estar presente en caso de que alguna crítica destruyera lo poco que había construido.
Y desde allí, los autores nos volvemos cómplices de nuestras propias incertidumbres, de nuestras creaciones y de nuestra perfecta desaparición. De nuestro insignificante paso por la vida. Sin dejar siquiera una huella de nuestro apellido.
¿Alguno osará alguna vez trascender? ¿A alguno le interesa verdaderamente divulgarse? ¿Qué es propagarse?
Aquí, en esta noche de lluvia que golpea con sus gotas duras los vidrios de mis ventanales, me sumerjo en el interior de mis propios nubarrones. Trato de darle significado a mi solemne carácter y a mi inusual forma solitaria de pensar.
Y si he de responder a una de las tantas preguntas que este texto fue exigiendo en su recorrido, la única de la que me siento intelectualmente capacitado de responder, sea quizás la más difícil de conseguir. Pues los hijos son el capital más grande sobre la tierra. Aquello mediante lo cual las utopías son más sencillas de conseguir. Porque por un hijo se da la vida, se reconsideran los sueños y se exigen sus virtudes. Y así, ante el paso del tiempo, todo se vuelve una mirada hacia el pasado. Porque si hay algo que no habremos de cambiar jamás, es justamente el pasado. Por lo tanto nuestra esencia, impregnada del mismo, es el legado de lo que dejamos.
Esta mansión me ha quedado grande. Este sueño me ha quedado grande. Mi nombre es Juan Bautista de Alcázar. Escritor. Soñador. Víctima de amores no correspondidos. Utópico padre de papeles sin efecto. Buenas noches y gracias por encontrarme.