domingo, 22 de julio de 2018

El Autor de Daniel Favieri


Escrito encontrado en una casona de Recoleta. 1916.
Siempre me levanté de las cenizas de mi propio cuerpo. Desperdigadas por el viento. Seleccionadas por el tiempo.
No es que las cosas me estuvieran saliendo mal. Simplemente que a veces uno piensa con claridad. Y en esa falta de identidad, de metas claras y de amores crueles, la vida castiga con la dureza de un terremoto.
No es tampoco la falta de sueños. Ellos siempre me sobraron. Es simplemente no haber sabido capitalizarlos, porque nosotros somos las propias inversiones de lo que hacemos. Nuestro futuro es el ahorro de ese capital indiscutible, necesario y hasta a veces también infeliz. Porque no es el oro del mundo el que nos salva de nuestros problemas. Es más simple que eso. Se trata de nuestro tesoro personal. Lo que nos llevamos cuando nos vamos. Lo que nos guardamos en un hueco del corazón y para siempre.
Digo yo, que por ahí peco de soberbio, que la pertenencia de un autor a todo exceso de resignificaciones y ponderaciones, lo eximen de cualquier éxito y por ende de una relativa falta de humildad. Así, el autor se vuelve un ermitaño de sus obras, un solitario transeúnte de caminos inventados y un generador oculto de proyectos impensados.
Me di cuenta entonces de que no hay nada qué buscar en los tiempos del pasado, porque nada podría ser igual. Sin embargo, a pesar de las sombrías huellas del dolor aparente, uno siempre intenta regresar. No sé exactamente qué buscamos, pero sí puedo decir que evidentemente nos gusta volver a empezar.
Siempre mantuve mi perfil oculto detrás de un seudónimo ilustrado por letras simbólicas. Quizás necesitado de mantener en silencio el rumbo de mis pensamientos, pero entendiendo que a veces se paga con la moneda del olvido.
Así, un buen día, cuando quise dar vuelta la página de mi historia, me di cuenta de que ningún pergamino hablaba de mi nombre. Sin embargo noté que todos hablaban de mis libros, de mis conclusiones y de mi filosofía de vida.
No hay mayor extrañeza que la de escuchar el silencio de un nombre que se proclama a gritos y que se ignora sin saberlo. Si uno pierde la propiedad de su nombre, pierde la identidad del ser. O acaso entiendo que por lo menos nada se escapa a la austeridad de una vida tan compleja.
He sido invitado muy pocas veces a disfrutar de las mieles del éxito, pero poco me importó entonces. Era más sencillo no estar presente en caso de que alguna crítica destruyera lo poco que había construido.
Y desde allí, los autores nos volvemos cómplices de nuestras propias incertidumbres, de nuestras creaciones y de nuestra perfecta desaparición. De nuestro insignificante paso por la vida. Sin dejar siquiera una huella de nuestro apellido.
¿Alguno osará alguna vez trascender? ¿A alguno le interesa verdaderamente divulgarse? ¿Qué es propagarse?
Aquí, en esta noche de lluvia que golpea con sus gotas duras los vidrios de mis ventanales, me sumerjo en el interior de mis propios nubarrones. Trato de darle significado a mi solemne carácter y a mi inusual forma solitaria de pensar.
Y si he de responder a una de las tantas preguntas que este texto fue exigiendo en su recorrido, la única de la que me siento intelectualmente capacitado de responder, sea quizás la más difícil de conseguir. Pues los hijos son el capital más grande sobre la tierra. Aquello mediante lo cual las utopías son más sencillas de conseguir. Porque por un hijo se da la vida, se reconsideran los sueños y se exigen sus virtudes. Y así, ante el paso del tiempo, todo se vuelve una mirada hacia el pasado. Porque si hay algo que no habremos de cambiar jamás, es justamente el pasado. Por lo tanto nuestra esencia, impregnada del mismo, es el legado de lo que dejamos.
Esta mansión me ha quedado grande. Este sueño me ha quedado grande. Mi nombre es Juan Bautista de Alcázar. Escritor. Soñador. Víctima de amores no correspondidos. Utópico padre de papeles sin efecto. Buenas noches y gracias por encontrarme.

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