Escrito encontrado en
una casona de Recoleta. 1916.
Siempre me levanté de las cenizas de mi propio cuerpo.
Desperdigadas por el viento. Seleccionadas por el tiempo.
No es que las cosas me estuvieran saliendo mal. Simplemente
que a veces uno piensa con claridad. Y en esa falta de identidad, de metas
claras y de amores crueles, la vida castiga con la dureza de un terremoto.
No es tampoco la falta de sueños. Ellos siempre me sobraron.
Es simplemente no haber sabido capitalizarlos, porque nosotros somos las
propias inversiones de lo que hacemos. Nuestro futuro es el ahorro de ese
capital indiscutible, necesario y hasta a veces también infeliz. Porque no es
el oro del mundo el que nos salva de nuestros problemas. Es más simple que eso.
Se trata de nuestro tesoro personal. Lo que nos llevamos cuando nos vamos. Lo
que nos guardamos en un hueco del corazón y para siempre.
Digo yo, que por ahí peco de soberbio, que la pertenencia de
un autor a todo exceso de resignificaciones y ponderaciones, lo eximen de
cualquier éxito y por ende de una relativa falta de humildad. Así, el autor se
vuelve un ermitaño de sus obras, un solitario transeúnte de caminos inventados
y un generador oculto de proyectos impensados.
Me di cuenta entonces de que no hay nada qué buscar en los
tiempos del pasado, porque nada podría ser igual. Sin embargo, a pesar de las
sombrías huellas del dolor aparente, uno siempre intenta regresar. No sé
exactamente qué buscamos, pero sí puedo decir que evidentemente nos gusta
volver a empezar.
Siempre mantuve mi perfil oculto detrás de un seudónimo
ilustrado por letras simbólicas. Quizás necesitado de mantener en silencio el
rumbo de mis pensamientos, pero entendiendo que a veces se paga con la moneda
del olvido.
Así, un buen día, cuando quise dar vuelta la página de mi
historia, me di cuenta de que ningún pergamino hablaba de mi nombre. Sin
embargo noté que todos hablaban de mis libros, de mis conclusiones y de mi
filosofía de vida.
No hay mayor extrañeza que la de escuchar el silencio de un
nombre que se proclama a gritos y que se ignora sin saberlo. Si uno pierde la propiedad
de su nombre, pierde la identidad del ser. O acaso entiendo que por lo menos nada
se escapa a la austeridad de una vida tan compleja.
He sido invitado muy pocas veces a disfrutar de las mieles
del éxito, pero poco me importó entonces. Era más sencillo no estar presente en
caso de que alguna crítica destruyera lo poco que había construido.
Y desde allí, los autores nos volvemos cómplices de nuestras
propias incertidumbres, de nuestras creaciones y de nuestra perfecta desaparición.
De nuestro insignificante paso por la vida. Sin dejar siquiera una huella de
nuestro apellido.
¿Alguno osará alguna vez trascender? ¿A alguno le interesa
verdaderamente divulgarse? ¿Qué es propagarse?
Aquí, en esta noche de lluvia que golpea con sus gotas duras
los vidrios de mis ventanales, me sumerjo en el interior de mis propios
nubarrones. Trato de darle significado a mi solemne carácter y a mi inusual
forma solitaria de pensar.
Y si he de responder a una de las tantas preguntas que este
texto fue exigiendo en su recorrido, la única de la que me siento
intelectualmente capacitado de responder, sea quizás la más difícil de
conseguir. Pues los hijos son el capital más grande sobre la tierra. Aquello
mediante lo cual las utopías son más sencillas de conseguir. Porque por un hijo
se da la vida, se reconsideran los sueños y se exigen sus virtudes. Y así, ante
el paso del tiempo, todo se vuelve una mirada hacia el pasado. Porque si hay
algo que no habremos de cambiar jamás, es justamente el pasado. Por lo tanto
nuestra esencia, impregnada del mismo, es el legado de lo que dejamos.
Esta mansión me ha quedado grande. Este sueño me ha quedado
grande. Mi nombre es Juan Bautista de Alcázar. Escritor. Soñador. Víctima de
amores no correspondidos. Utópico padre de papeles sin efecto. Buenas noches y
gracias por encontrarme.
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