Había clamado por guerra sin darse cuenta que las almas en
pena deshojan los árboles del otoño en la búsqueda del verdadero amor. No había
entendido siquiera que la culpa barata de su caro precio a la equivocación, se
había transformado en un sufrimiento contemporáneo que no sabía de pasados ni
siquiera para aquellos seres que quizás alguna vez pudo amar.
Era definitivamente cierto que en el barrio de Mataderos
había existido un mito que pocos conocían. Algunos incluso se atrevían a pensar
que en lo extenso del día, alimentado por un ego en crecimiento, Juan Manuel
Abascal erguía su alma, se golpeaba el pecho y salía corriendo como el viento.
Cuentan sus adversarios más allegados que cuando las calles
eran de adoquín y la llovizna bañaba sus juveniles cabelleras, la pelota
resbalaba tan rápida como el viento. Pero también aseguran estos testigos
privilegiados de tal función, que Abascal planeaba detrás de ella. Como un
avioncito de papel. “La tenía atada bajo el agua. La tenía incorporada en el
frío, y si venía un viento fuerte… tampoco se la podían sacar… Eso era magia”
dijo un vecino de la calle Cafayate.
Si no fuera Mataderos un barrio real, diría este autor que
la historia no es verídica. Que simplemente se trata de una de esas leyendas
urbanas que se escriben con tintas de mentira y el asombro de la imaginación.
Sin embargo, es justo aclararlo para la continuidad de estas palabras, Abascal
existió. Y es imprescindible decir, a riesgo de quedar como un mentiroso, que yo
lo padecí y que yo lo vi jugar.
Y si me remonto en el tiempo y pienso, creo incluso recordar
su voz. Retumbaba en el eco de la vieja cancha del Tránsito de San José, que
aunque queda en Liniers, muchos criollos de Mataderos se lo apropiaron para
siempre.
Y ahí deleitaba Abascal, gambeta tras gambeta, desbordando
por la punta derecha. A veces tirando centros y otras tantas dejando mal parado
hasta al arquero contrario. Pero siempre la pelota llegaba a la red.
Cuenta esa Historia oral que se trasladó de vecino en vecino
y de generación en generación que poco a poco la gente se fue convocando,
vitoreando en su boca el sabor del apellido Abascal. Y posteriormente nadie supo
bajo qué condiciones fue, pero de repente, ese equipito por el que nadie daba
una moneda y que a gatas tenía camisetas, había llegado a la final inter barrial.
Dos semanas separaban a Juan Manuel Abascal de la gran
final. Y en Mataderos incluso llegó a pintarse una pared con su nombre, más
nadie recuerda cual fue. Pero la final valía la pena. Enfrente no estaba
cualquier rival. Estaban los de siempre. Los de la contra. Los bien vestidos
del barrio ferroviario que no tenían más intenciones que llevarse el trofeo
mayor: la dignidad.
Se reconoce a ese estado digno como el momento culmine en el
tiempo, en donde el que triunfa se lleva los pergaminos del heroísmo, se
transforma en el rumor constante y se guarda para sí la pelota del partido. Y
eso se jugaban ambos equipos.
Pero la final se tardó demasiado. Porque en ese lapso de
tiempo Abascal cambió su mirada futbolística por una morocha que lo hizo
enloquecer.
Dice el mismo testigo que escribe estas líneas, que la morocha
era tan poderosa como la gambeta de Abascal. Y el pobre se enamoró.
Pero no fue que se enamoró de su pelo lacio que caía suave
por los hombros. Ni de su piel de algodón, ni de su cuerpo moldeado. Para nada.
Abascal se enamoró de una ilusión. De aquellas cosas que ni en lo más profundo
de su alma se hubiera imaginado.
La persiguió por los callejones de Mataderos que se volvían
laberintos infinitos y complicados de salir. La soñó en las noches como si
nunca antes hubiera creído soñar. Y se dedicó a admirarla, quizás como el peor
error de su vida, como solía mirar a la pelota. Con un cariño que estremecía la
tierra.
Y así,
aquel que alguna vez me deleitó con sus bicicletas, que me tiró más caños que
ninguno y que me hizo ver el fútbol de otra manera, se dedicó a fracasar.
Abascal dejó de frecuentar los entrenamientos para visitar a
la morocha en la casa de sus padres. No ató más a la pelota en sus pies, porque
ahora caminaba con otra. Cambió sus sueños por lo que algunos llaman el amor y
otros entienden como la traición.
El día de la gran final fue la última vez que lo vi. Juan
Manuel Abascal se puso los botines con el partido ya empezado. Había llegado
tarde y los de Mataderos ya perdían uno a cero. Entró por el gringo y, aunque
parecía atontado por la morocha, Abascal concretó sus últimos dos goles
oficiales como paladín del barrio de Mataderos.
No se quedó ni a recibir el trofeo de la dignidad. Prefirió
caminar por las calles grises y, atormentado por haber dejado sola a la morocha
en lo que duró el partido, volvió a sus brazos, supongo yo, para nunca más
soltarla.
Solo así el mito se hizo grande. Y a pesar de que nunca pude
encontrar la única pared pintada con su nombre, estoy seguro que algún día
saldrá a la luz. Sin embargo, me pregunto inconscientemente qué es eso que
tiene el amor, que a algunos les hace perder la cabeza y a otros matar por él.
Me pregunto incluso por qué Abascal se fue con ese amor reciente y se arraigó
tanto a la morocha, que vaya uno a saber de dónde habrá salido… Aunque pensándolo
bien, recordándolo al alejarse en la bruma de esa tarde noche, creo que es muy
factible que Juan Manuel Abascal haya sentido el miedo de fracasar y que ya
nada volviera a ser igual.
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