Cuanto más uno se traslade a ese período de tiempo, menos
vuelta le da. La alquimia socio – política de aquel contexto ofrecía un único
resultado posible. La dictadura más feroz de toda nuestra historia.
Algunas concepciones: no era posible un gobierno peronista
sin Perón. No era tangible la preservación de la calma ante la escalada de
violencia si no estaba el viejo líder político. Ni era la Argentina una
economía triunfante que permitiese al gobierno de Isabel sostener lo que el
propio Perón había logrado contener con la fuerza de su nombre.
No era la tercera presidencia de Perón, en todo caso, desde
su armado estructural, un canto político. Era más bien la sobrada fuerza de un
empuje por volver. Por mostrase vivo. Por entender que, a pesar de que el
tiempo había pasado, Perón seguía vigente.
Hay en esta aseveración polémica algunos errores de
traducción política. Creo, en este humilde análisis, que Perón no tenía que
probar su vigencia, sino más bien su brazo estratégico. A la vez entiendo que
una fuerza de liderazgo sin Perón, y para el propio Perón, no era “charlable”.
Ni descarto que el retorno mentado y obtenido a través de casi veinte años de
exilio lo pusiera nuevamente ante la necesidad de ser, por tercera vez,
presidente de la Nación.
Pero la Argentina ya no era la misma. Era mucho más
violenta. Demasiado más personalista. Un tanto menos condescendiente.
La Argentina de aquel entonces volvía sobre sus pasos y se
perdía en su propio laberinto buscando vaya a saber qué… Es allí donde se ubica
un líder que, a pesar de la edad, contaba con la capacidad de sostener (o
contener) bajo su figura, esas fuerzas en constante tensión.
Algunos datos al pie, la Argentina había pasado de
15.894.000 habitantes en 1947 a tener 23.364.000 en 1970. La inmigración había cambiado. Ya no
teníamos la afluencia de los europeos que debían buscar nuevos rumbos, ni
contábamos con la posibilidad de retener a nuestros profesionales. Es decir que
la Argentina, invariablemente, cambió demografía: inmigración por migración. Se
estaba produciendo así un envejecimiento de la población (más de 65 años).
Hacia 1970, el cambio estructural de la Argentina no fue
guiado por una estructura sólida de gobierno al mando de Perón. En ese sentido,
el presidente no había mostrado el pragmatismo de tiempos anteriores.
Pero no podemos dejar de tomar nota de lo siguiente. Que la
izquierda peronista se había instado a sí misma a no cargar toda la artillería
sobre aquel Perón al que tanto sostenían. Sino más bien atribuirle a López Rega
y la virtual conspiración de fuerzas externas que bramaban por quitarles su
lugar de privilegio, las desavenencias del caso.
Nombrado como ministro de bienestar, “el brujo”, tal como le
decían, fue el encargado de cimentar las bases que llevarían a la derrota del “tercer
peronismo”.
Siempre queda poco claro, entre uno y otros, qué era la
triple A. Un órgano paramilitar encargado de perseguir sistemáticamente,
asesinar y desaparecer a la infiltración comunista. Pero también a todo aquel “que
le hiciera un poco de ruido al gobierno”.
Primer error estructural de aquel gobierno. Y más si se
tiene en cuenta que López Rega había alejado de su jefe a todo aquel que
representara en alguna forma al Perón de los años cuarenta.
Segundo error estructural, los gremios decidieron, a la
muerte de Perón, romper con lo que quedaba de un pacto social que se había
vuelto endeble, desnutrir el poder de la dupla Isabel – López Rega y librarse
al pedido y sostenimiento de nuevas paritarias.
El tercer error estructural es parte de un nuevo intento
militar por tomar revancha del fracaso de la Revolución argentina. Y en un país
de fuerzas en pugna, falta de control sobre la economía y tensiones violentas,
la figura de un Perón sin vida pronunciaba con más fuerza el vacío de poder.
Entonces asume Isabel. Y en la búsqueda de fuerzas comete un
error que ni siquiera es estructural. Es más bien el “manotazo” de una líder
sin liderazgo. De una inexperiencia indudable. De una equivocación
imperdonable. Isabel no era Evita.
Isabel, ante tales descripciones, nombra a Jorge Rafael
Videla como uno de los titulares del ejército creyendo que no se sumaría a los
intentos golpistas a los que se veía sometido el gobierno.
Así se conformó en ese vacío de poder, una barrera de
contención. Pero esa barrera, en realidad, era el final de las libertades
existentes. Las teorías del caos seguirían los lineamientos de Augusto Pinochet
en Chile. Para alcanzar el progreso del desarrollismo, primero hay que poner
orden. Un orden entendido y fundamentado desde las teorías norteamericanas que
favorecían las privatizaciones y endeudamientos desde algo que se conocería en
la historia como la “inserción del neoliberalismo en América”. Y para
conseguirlo rápida y efectivamente el método elegido eran sendas dictaduras
militares. El capitalismo se estaba reconvirtiendo. Y no hubo reparos.
Hacia 1970 la Argentina había crecido en cuanto a la
industria, pero no lo había hecho en cuanto a puestos de trabajo. Solamente había
crecido un 0,4 por ciento. La industria no lograba capitalizar la oferta de
mano de obra. O mejor dicho, no quería.
Mientras la crisis del petróleo hacía estragos en el mundo,
Argentina se somete a la mano dura de proyectos mucho más amplios que contaban
entre sus eslabones más fuertes la erradicación de la insurgencia. Entiéndase
por ella a todo movimiento de subversión que no estuviera de acuerdo con el
nuevo concepto de Estado.
De esa forma, el creciente poder de Videla y de Massera
confluyó para hacer más estrepitosa y sencilla la caída de Isabel.
Mientras la espectacularidad de Montoneros y ERP decaía, las
fuerzas militares ya habían consumado el desenlace final.
El 24 de mazo de 1976, bajo una mirada medicinal del asunto,
los militares toman el poder del Estado mediante un golpe (aunque algunos
medios vociferaran lo contrario) y animan a erradicar de una Argentina enferma
un agente patógeno que infectaba a la sociedad. La subversión.
Para hacerlo recurrieron a un elemento que es transversal a
todo el proyecto político – económico del nuevo estado sin urnas. El terror se
vuelve la esencia de aquel medicamento.
Se prohíben tácitamente muchas cosas. La libertad de
expresión (en ello la libertad educativa), el debate político, los derechos
legislativos al tiempo que se promueve la represión en todos los planos.
La “nueva Argentina” dócil y dominada ampliamente tiene una
explicación. Existía una inflación feroz a la vez que las persecuciones y
desapariciones pusieron de cabeza toda idea de respuesta directa.
Sin embargo los grupos de resistencia continuaron con su
accionar. A Estado violento, la respuesta es la misma.
La simulación de enfrentamientos callejeros argumentaban la
desorientación social. La dislocada opinión sobre lo que sucedía nos mostraba
dos Argentinas distintas. La que luchaba y la que miraba para un costado.
Literalmente.
Juan Pablo Feinman decía alguna vez: “te tiraban un cadáver
en el obelisco. Era en el medio de la centralidad de la Argentina. Y nadie
decía nada”.
La Argentina no tenía solidez. Mientras se incrementaba el
proceso inflacionario, un sistema publicitario que contó con la figura
destacada de “palito” Ortega entre otros, contaba que una Argentina segura era
una Argentina mejor. Y así se armó un mundial de fútbol.
Mientras en la ESMA los presos ilegales escuchaban por el
aire el eco de los goles argentinos, su existencia seguía siendo omitida por la
sociedad a la que pertenecían.
Mientras las madres de Plaza de mayo daban vueltas a la
plaza con la presencia de algunos jugadores holandeses, la Argentina se hundía
en sus miserias del pasado, construyendo un presente de ojos vendados.
Mientras el Río de la Plata y los mares se volvían las
tumbas más visitadas, los vuelos de la muerte cambiaban el paradigma de las
desapariciones.
Mientras los hijos de los NN desaparecidos eran entregados
en adopción, la Argentina se volvía pionera… Semejante atrocidad no había sido
vista en ninguna otra dictadura militar de Latinoamérica.
Así se construyó el terror en pos de un orden que ya ni el
mismísimo Estados Unidos apoyaba. Se necesitaba un sistema publicitario mejor
para poder hacer más solvente al Neoliberalismo y, de esa manera, “comenzar” a
legalizar un poco mejor el sistema.
Mientras el nuevo orden económico pensaba en nuevas democracias
digitadas, el gobierno militar argentino pensaba en democratizarse lo mejor
posible para hacer más fuerte su proyecto. Tanto Massera, como en lo posterior
Galtieri, quisieron erguirse como baluartes de las nuevas democracias de
América.
La guerra de Malvinas se transforma así en el resumen de
todo lo antedicho. En 1982 la sociedad como un todo, muestra sus dos caras. Por
un lado el aplauso cerrado, las vivas y el himno junto a Galtieri en la plaza.
Por el otro, a tan solo dos meses de semejante error conceptual, la Argentina
entera pedía por el fin de la dictadura militar y la apertura de los sufragios.
Muchas veces me digo a mí mismo, Malvinas fuimos todos y todas.
En ese contexto surgía un líder denunciante que en cada
discurso que pudo denunció a los dictadores diciendo que no negociaría el
pasado ni la memoria de la Nación, pues había que construir desde la identidad
de nuestro pasado. También había sido uno de los pocos y acérrimos opositores a
la guerra con Inglaterra. Raúl Alfonsín se oponía de esa virtuosa manera a un
peronismo que, bajo el manto de Lúder, proponía negociar una Argentina que
olvidara.
En 1983 la dictadura se retiraba apedreada por la opinión
pública y perseguida por la chance de ser juzgada. Habían dejado una estructura
económica en quiebra con un 400 por ciento de inflación, una sociedad sin inclusión
y un decrecimiento económico. La Argentina había perdido el rumbo
definitivamente.
El endeudamiento y la desindustrialización, el desempleo y
la falta de competencia en el mercado internacional y el sometimiento a las
grandes potencias, hilvanaron una red de difícil solución. Solo la Democracia
pudo atenuar semejantes consideraciones.
Del “Rodrigazo” de 1975 a la crisis de 2001, la Argentina
transitó por diversas búsquedas que pudieran solventar lo que la dictadura nos
legó.
La difícil tarea de construir una ciudadanía democrática,
pensante y crítica, revalorizada, animada, con fuertes lazos de unidad como
pedía Alfonsín en su discurso, tendió siempre a la desilusión constante de
partidismos políticos que se adaptaron a las propias necesidades más que a las
de la gente. El neoliberalismo nunca dejó de presionar y encontró con el “menemismo”
a su aliado fundamental. El 2001 también es parte de algo que nunca se pudo
resolver. Elementos como la privatización y la falta de empleo, el
endeudamiento, la falta de inclusión y la marginalidad, la inflación y el
riesgo país, (todo ello) fue un plus para la Argentina de hoy.
Traté de indagar, brevemente y quizás sin éxito, un poquito
más allá de 1976. En algo que entiendo como “nuestro pasado” y parte de una
explicación, a la vez, más amplia.
Nos encontramos en la difícil tarea que cada uno debemos
asumir desde el lugar que nos toca. Una tarea que, como ya relatamos, se vuelve
difícil si uno no mira criteriosa y lo más objetivamente el pasado.
No es culpa de la Argentina. No es el país el que decide.
Somos sus habitantes, sus hijos e hijas más directos. Somos nosotros y nosotras
los y las que tenemos que mirar una y otra vez el juicio a las juntas. Escuchar
cada testimonio. No hay teoría de ningún demonio que me haga comprender la
negación de una persona porque, un juzgamiento sin juicio, un NN, no es digno.
No construye. Oculta. Y en eso me va todo aquel y toda aquella que miró para el
lado contrario. Mirar los juicios a las juntas implica hacerse cargo de lo que
pasó. Invita a no someternos al olvido. Recrea un ambiente de cosas que no se
hicieron para que las hagamos nosotros y nosotras y con el fundamento de ser un
poco mejores. Estamos a tiempo de llevar adelante aquello que se volvió
bandera. Estamos listos y listas para
volver a gritar en las calles lo que alguna vez dijo Julio César Strassera en
su alegato final durante el juicio a las juntas: “NUNCA MÁS”. Que así sea sea
nuestro rezo nacional.