De Daniel Favieri Tuzio
"Y entonces de repente, te veo entre la gente".
Es que resulta casi imperceptible cuando una mirada entre la gente produce
una conexión digna de un cuento de hadas. En realidad es tan imperceptible como
la veracidad del suceso. Un espacio y un tiempo aislado, que parece gozar de
una cápsula de silencio que no se puede explicar.
Uno no sabe cómo pasa. Ni por qué. Ni mucho menos para qué. Bueno, en
realidad uno no sabe nada y de la duda también se aprende. Pero lo que sí es
una certeza, es que la sangre que corre por las venas del cuerpo nos indica el
camino del impulso como el único trayecto a seguir. Y muchas veces nos toca el
rechazo.
Si he de hablar del rechazo, es su presencia la que nos permite amigarnos
con la adrenalina de una probable negación amorosa, que en definitiva nos
invita a pensar que los cuentos de amor son solo una dulce imagen hollywodense
dispuesta para hacer dinero. Un engranaje más del capitalismo que rige las
riendas del mundo en que vivimos.
Desde mi posición, el capitalismo es una aberración constante del sistema.
Pero siempre me vuelvo a enamorar. Es tan aceitada la maquinaria, que de
ninguna manera uno puede transgredirla sin perder algo en el camino. Hasta la misma
confianza del ser.
Y todo habla de amor. La religión, los comercios, las instituciones, la
tele, la pandemia, etc. Y así, como el triunfo de algo que no conocemos (porque
no lo podemos ver o tocar, e incluso es objeto de análisis científico) nos
entrega un concepto extraño que nos dirime en la pregunta rastrera… ¿Qué es el
amor?
Hay una dinámica eficiente, producto de las sensaciones inverosímiles del
amor. Por un lado, la de no querer volver a enamorarse. Prometer a los cuatro
vientos que nada, ni Brad Pitt o Jennifer Anniston, pueden hacernos cambiar de
opinión. Cuando nos desenamoramos, duele. Y si duele, no es amor. Y en segundo
lugar, la compleja confusión que se genera cuando, volviendo a citar a Brad y a
Jennifer, nos volvemos a enamorar. Dejamos de lado nuestras más puras
convicciones y nos entregamos por completo a la llegada de un nuevo hombre o de
otra mujer.
Pero la vida es así, vivimos en una sociedad posmoderna que avanza a pasos
agigantados y sin medir consecuencias. Hemos visto caer imperios y en el
presente vemos desaparecidas las más fervientes convicciones. Una y otra vez,
dudosos pero perseverantes, volvemos a confiar en el amor (insisto, algo a lo
que jamás le vimos la cara).
Y así se construyen algunas historias. Hay dos opciones: o uno se hace
amigo de la soledad (y por ende cura sus más crueles internas personales) o uno
no se amiga (y llena los vacíos). Entre la primera y la segunda, lo cierto es
que uno se vuelve a enamorar.
Al parecer, entonces, volver a fijar la mirada en una persona es repensar
aquella vez en que la ternura de dormirse mirándose a la cara, cuando la
almohada suave susurraba una canción de cuna, le dio un sentido a cerrar los
ojos. Es reconstruir la vaga idea de que el complemento es posible y que
caminar de la mano es un culto a la admiración mutua. Es consolidar que dos
pasados con presentes se unan para cimentar estructuras débiles que, como la
vieja Italia, pueden ser engrandecidas sin modificar las fachadas. Es darle una
oportunidad a la diversidad, cuando se es más maduro antes que cuando uno es
más “atontado”.
De esta manera, dos almas encuentran a contramano flechas que, a pesar de
ello, acortan los caminos repletos de baches que los municipios del amor nunca
atienden.
Y con todo ello, alguien como yo, que es dueño de esas convicciones más
propias y que siempre intenta (y solo intenta) oponerse al sistema, encuentra “una
mirada entre la gente” que lo ilumina con sus ojos, que la hace una en un
millón, que la encuentra perdida en el universo. Podría haber sido cualquier otra,
pero fue esa. En un mundo sistemático, estructurado y lineal, alguien resalta
porque el sistema no lo es todo. Los ojos valen más que la teoría de la
relatividad. Supongo que de eso se trata el supuesto amor. De superar la
constancia de los miedos para pensar la impertinencia de jugar otra mano más.
Después de todo, nunca se sabe cómo será mañana, siempre es hoy.
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