viernes, 20 de agosto de 2021

Cuando quieran y dónde sea. Una historia de encuentro.

 


De Daniel Favieri Tuzio.

Las distorsiones del amor generaron imposiciones en la mecánica del tiempo. Las distancias fueron absolutamente justificables. Y los silencios también. Nadie tuvo en mente que, pasados los años, alguna variante de la física pudo hacer que los más utópicos de su generación, volvieran a encontrarse en un abrazo colmado de incertidumbre. Es que, sin dudas, el hecho de que tanto la una como el otro no fueran más que simples desconocidos cruzados por la casualidad, es el factor más importante de lo que viene a continuación.

Habían pasado algunos años de la última vez que se cruzaron. Fue cerca de una avenida céntrica, en donde las personas caminan concentradas en las vidrieras, las marquesinas teatrales y las librarías más importantes. Él, pendiente del estreno de una obra de teatro, hacía la cola que lo llevaría a la sala Cunill Cabanellas. Ella, hacía lo mismo con la diferencia de que estaba esperando con diez personas de por medio. Lo cierto es que ambos se dirigían al mismo lugar, en el mismo momento y con el mismo objetivo. Tanto él como ella, no querían ser agobiados por los fantasmas de la soledad, ni por los ruidos silenciosos de sus casas vacías, que, cada vez que crujen, estrujan el alma hasta hacerla enojar. Y por eso fueron al teatro.

Si el lector o la lectora, piensa que los dos personajes de este escrito se encontraron en la misma fila del teatro, uno al lado de la otra y bajo el manto de una historia feliz, realmente siento desilusionarlos. Pues eso no pasó. Sino que cada uno, desde sus premeditadas ubicaciones, estaban en los extremos de la sala. Incluso me atrevo a decir que, lejos de parecerse a una película, cuando él enfocaba su mirada perdida hacia el sector en donde estaba ella, ella miraba para el lado contrario. Cuando ella realizaba, por la inercia de la inquietud, la misma acción, él estaba observando la cabina de sonido que estaba a sus espaldas. Es decir, ni uno ni la otra habían cruzado siquiera una mirada. No sabían de sus presencias y, a ciencia cierta, mucho menos podían dejarse llevar por lo que algunos teóricos de las utopías del romanticismo llamaron el “amor a primera vista”.

Pasadas las dos horas que duró la función, ella tomó su mochila y acomodó detrás de su oreja el mechón de pelo que caía en su ojo. Él, se puso la campera y caminó a la salida. Mientras él emprendía su caminata en vistas de regresar a su casa, ella esperaba un taxi. Y si bien él viajó en el colectivo de la línea 103, hacia la zona de Villa Madero, en el conurbano bonaerense, nunca se enteró de que ella se dirigió hacia el mismo lugar. Y mientras ella escuchaba la radio, él llevaba puesto un tema de Los caballeros de la quema.

A veces no nos damos cuenta, porque es muy difícil de percibir. Según los utópicos del romanticismo, que creen en las teorías más alocadas del amor, este es una especie de don que aparece a través de un flechazo ilógico que dura toda la vida. Sin embargo, impugnados por el tiempo, ambos cargaban en sus espaldas las historias de amores truncos a los que ningún flechazo pudo atravesar. Pues, así, cada uno, en esa noche de frío, terminó en el mismo espacio geográfico, habiendo visto la misma obra de teatro, en un lugar alejado, a diez pasos de distancia y sin verse las caras. No hay peor fracaso para el amor, que las utopías de lo irrealizable. Es que, cada uno desde sus vivencias, parecían estar hechos el uno para la otra. Solo que no se habían enterado.

No hay tiempo que las cronologías puedan medir. Porque habían compartido su adolescencia sin percibirse como realidad. Él era un poco vergonzoso, y ella un poco más amistosa. Ella siempre había sobresalido entre su grupo de amigos, y él tenía activados los sentidos del miedo. El dilema era comprender que no siempre las historias están escritas a medida, sino que muchas veces necesitan de vivencias que consoliden las convicciones. Porque los teóricos más objetivos, indican que a veces hay que sangrar para volver a reconstruirse. Lo que no explican es que, a veces, es necesario superarse.

Y si el lector o la lectora siguen bajo la influencia de las posibles variables que delimiten el espacio para que estas historias individuales se encuentren inesperadamente, sepan que lo más ilusorio radica en cumplir con lo que esperan. A los autores se los exige de forma constante para que no rompan la magia del final. Pero, es justo decirlo, que esta es una historia de vida. Porque la mera existencia, no importa en qué momento o lugar, es un encuentro. Porque muchas veces la celeridad de la vida nos prohíbe percibirnos en la escuela, en la calle, en el teatro o en el barrio. Inexplicablemente, no hay mucho más para agregar a esa transformación del mundo, que nos impide exponer las teorías de la felicidad. Y esa persona puede estar allí, al alzar la cabeza.

Y esta es una historia de esperanza, para que el lector o la lectora entiendan que, a pesar de todo, alguien está esperando. Tanto ella como él, un día, sin saberlo, volvieron a cruzarse por ahí. Ni en el teatro, ni en el camino a casa. Ni bajo una lluvia intensa, ni por una red social. Simplemente fue por allí. En ese lugar que ni usted ni yo entenderíamos, porque estábamos esperando la historia perfecta. Y no hay nada más perfecto que una historia que nadie espera, nadie percibe y nadie conoce. No es lo que la sociedad decide, es lo que él y ella quieran en el momento que lo deseen.