De Daniel Favieri Tuzio
Para cualquiera de los transeúntes que vagaban por el barrio de Mataderos, era una pared más. Blanca e insulsa como muchas de las que estaban en el perímetro. En algunos casos, debemos reconocer, los inocentes de la pelota de trapo (de los que alguna vez hemos hablado), habían logrado dibujar, a fuerza de pelotazos, las murallas de las casas. Y eso, si me permiten la sinceridad y ningún vecino se enoja, era mejor que el aburrimiento de la monotonía de los colores.
Pero, retomando la historia de la pared, para Emanuel no se trataba de algo
insignificante. Esa pared representaba un sentimentalismo apagado en los gestos
de su rostro, pero que, por distintas razones, era un calvario en su ser. Dicen
los que todavía miran Nothing Hill (ese producto del amor más hollywoodense), que
cuando el amor coloniza tus sentidos, no hay nada más por hacer, excepto librarse
a la capacidad de amar o resignarse a vivir una vida en soledad. Porque, curiosamente,
es apropiado decir que quien ama eternamente a alguien, queda víctima del tiempo
y estancado en su soledad, si es que ese alguien no le corresponde con los
sentimientos de igual índole. Pero, quienes logran encontrar a la persona
adecuada, pueden desarrollar toda la capacidad de la felicidad. Y yo creo, casi
con seguridad, que los inocentes de la pelota de trapo lo sabían. Y por eso no
les importaba enamorarse. Se mantenían en su eterna adolescencia. Pateando en
las calles de un barrio solemne que los escuchaba reír, repiquetear la pelota o,
también, insultar cuando el partido estaba perdido. Estoy convencido de que
ellos no querían terminar como el jugador estrella Juan Abascal, que había abandonado
el fútbol por miedo al fracaso. Aunque el rumor, comentaban por ahí, soplaba en
el viento y decía que Abascal se había enamorado de una morocha que lo había
hecho más feliz que la pelota. En uno u otro caso, ninguno quería probar.
Preferían el statu quo, antes que dar el paso hacia un probable fracaso
amoroso.
Pero ese no era el caso de Emanuel. A él lo movía otra cosa. Estaba
estrechamente arraigado a la pared blanca y vacía del barrio de Mataderos. Parecía
obsesivamente atraído por ese espacio recóndito que, ni siquiera, era un punto
de reunión para las barras de amigos. Ni los inocentes de la pelota querían
saber nada con ese lugar. Pero Emanuel, insistente, nos reunía a diario en ese espacio.
Y era tan aburrida esa pared, que hasta alguna vez nos tuvo que amenazar. O
íbamos o se terminaba la amistad.
Y fue en una noche de frío, cuando el misterio se reveló. Yo estaba en mí
casa y, a pesar de que era viernes, había decidido no salir. Además, jugaba San
Lorenzo, ritual sagrado de indudable contenido romántico (sí, también). Sin
embargo, en la puerta estaba Emanuel. Traía a dos amigos más que, detrás de él,
gesticulaban para que escuchara lo que estaba por ocurrir. Emanuel, una vez
más, quería que vayamos a la pared. Raro en él, venía con ropas viejas, al
tiempo que en su auto sonaba Luis Miguel (y eso ya era mucho). Mientras le
explicaba que no podía ir, porque estaba jugando San Lorenzo, se escucha de
fondo un gol de Huracán. Ya perdíamos dos a cero. Miré al cielo, lancé un buen
insulto y le dije a Emanuel “vamos a la maldita pared, pero sacás a Luis Miguel
y ponés a los Caballeros de la quema”.
Y así fue. Marchamos hacia la pared insulsa, en una noche de invierno y
mientras San Lorenzo perdía con Huracán. Así las cosas, Mataderos estaba más lúgubre
que un cementerio y Emanuel parecía el sepulturero. Sobre todo, cuando, una vez
en el lugar, se fue al baúl de su Fíat 147 a descargar algunos elementos. Entre
la incertidumbre, la única certeza parecía ser que Emanuel había enloquecido.
Pero entre el loco y la caída de San Lorenzo, prefería al loco.
Cuando nos pide que bajemos, nos muestra que entre sus manos tenía una
bolsa llena de aerosoles. “Ella se va a ir mañana. Y yo le tengo que decir todo
lo que siento. Porque lamentablemente no voy a verla más. Es eso o vivir con la
duda para siempre. Lo estuve pensando. Lo medité mucho. Se lo tengo que
escribir en la pared. Para que lo vea y le quede guardado para siempre” nos
dijo Emanuel que, modificando toda la ecuación de nuestro pensamiento, nos
demostró que no estaba obsesionado con una pared. Que, en realidad, tampoco
estaba loco. Que su pasión no tenía que ver con un partido de fútbol. Sino que
simplemente quería brindarle a su amor, el homenaje de que supiera que alguien
en esta tierra pensaba en ella. Y que su partida no era insignificante, sino
que para él dejaba un vacío difícil de llenar.
La pared quedó pintada. Con colores, con esmero y con una frase que decía a
su amor “no te vayas”. De fondo, sonaban Los caballeros de la quema. En su
canción, la frase decía “Y una pared que le grita a un amor, no puedo olvidarte”.
Esa noche, a pesar de que San Lorenzo dio vuelta el partido y le ganó a
Huracán tres a dos, nada me importó más que la historia de Emanuel. Iluminado
por las luces de su amor y agradecido a la pared insulsa del barrio de
Mataderos, su historia quedó plasmada para siempre. Nunca nadie supo de los
autores de semejante obra del romanticismo barrial. Quedamos ocultos bajo el
lema de “los Siqueiros del amor del barrio de Mataderos”. Tampoco ningún vecino
del barrio, ni las obras del progreso, se animaron a borrar el mensaje.
Suponemos que todavía creen que la inspiradora del mural puede no haberlo
visto. O es muy probable, casi con seguridad, que algún enamorado aproveche el
mensaje y dedique a su enamorada esa pared. Cuando nos juntamos, creemos consecuentemente
que en unos años más, esa pared se transformará en una atracción turística como
los balcones de Romeo y Julieta. Pero, a la vez, nadie más que nosotros
conocemos el resultado final de la historia. Y así será por siempre. Lo que un
amigo guarda en el cofre de la amistad, permanece allí por siempre.