domingo, 24 de octubre de 2021

No te vayas.

 De Daniel Favieri Tuzio


Para cualquiera de los transeúntes que vagaban por el barrio de Mataderos, era una pared más. Blanca e insulsa como muchas de las que estaban en el perímetro. En algunos casos, debemos reconocer, los inocentes de la pelota de trapo (de los que alguna vez hemos hablado), habían logrado dibujar, a fuerza de pelotazos, las murallas de las casas. Y eso, si me permiten la sinceridad y ningún vecino se enoja, era mejor que el aburrimiento de la monotonía de los colores.

Pero, retomando la historia de la pared, para Emanuel no se trataba de algo insignificante. Esa pared representaba un sentimentalismo apagado en los gestos de su rostro, pero que, por distintas razones, era un calvario en su ser. Dicen los que todavía miran Nothing Hill (ese producto del amor más hollywoodense), que cuando el amor coloniza tus sentidos, no hay nada más por hacer, excepto librarse a la capacidad de amar o resignarse a vivir una vida en soledad. Porque, curiosamente, es apropiado decir que quien ama eternamente a alguien, queda víctima del tiempo y estancado en su soledad, si es que ese alguien no le corresponde con los sentimientos de igual índole. Pero, quienes logran encontrar a la persona adecuada, pueden desarrollar toda la capacidad de la felicidad. Y yo creo, casi con seguridad, que los inocentes de la pelota de trapo lo sabían. Y por eso no les importaba enamorarse. Se mantenían en su eterna adolescencia. Pateando en las calles de un barrio solemne que los escuchaba reír, repiquetear la pelota o, también, insultar cuando el partido estaba perdido. Estoy convencido de que ellos no querían terminar como el jugador estrella Juan Abascal, que había abandonado el fútbol por miedo al fracaso. Aunque el rumor, comentaban por ahí, soplaba en el viento y decía que Abascal se había enamorado de una morocha que lo había hecho más feliz que la pelota. En uno u otro caso, ninguno quería probar. Preferían el statu quo, antes que dar el paso hacia un probable fracaso amoroso.

Pero ese no era el caso de Emanuel. A él lo movía otra cosa. Estaba estrechamente arraigado a la pared blanca y vacía del barrio de Mataderos. Parecía obsesivamente atraído por ese espacio recóndito que, ni siquiera, era un punto de reunión para las barras de amigos. Ni los inocentes de la pelota querían saber nada con ese lugar. Pero Emanuel, insistente, nos reunía a diario en ese espacio. Y era tan aburrida esa pared, que hasta alguna vez nos tuvo que amenazar. O íbamos o se terminaba la amistad.

Y fue en una noche de frío, cuando el misterio se reveló. Yo estaba en mí casa y, a pesar de que era viernes, había decidido no salir. Además, jugaba San Lorenzo, ritual sagrado de indudable contenido romántico (sí, también). Sin embargo, en la puerta estaba Emanuel. Traía a dos amigos más que, detrás de él, gesticulaban para que escuchara lo que estaba por ocurrir. Emanuel, una vez más, quería que vayamos a la pared. Raro en él, venía con ropas viejas, al tiempo que en su auto sonaba Luis Miguel (y eso ya era mucho). Mientras le explicaba que no podía ir, porque estaba jugando San Lorenzo, se escucha de fondo un gol de Huracán. Ya perdíamos dos a cero. Miré al cielo, lancé un buen insulto y le dije a Emanuel “vamos a la maldita pared, pero sacás a Luis Miguel y ponés a los Caballeros de la quema”.

Y así fue. Marchamos hacia la pared insulsa, en una noche de invierno y mientras San Lorenzo perdía con Huracán. Así las cosas, Mataderos estaba más lúgubre que un cementerio y Emanuel parecía el sepulturero. Sobre todo, cuando, una vez en el lugar, se fue al baúl de su Fíat 147 a descargar algunos elementos. Entre la incertidumbre, la única certeza parecía ser que Emanuel había enloquecido. Pero entre el loco y la caída de San Lorenzo, prefería al loco.

Cuando nos pide que bajemos, nos muestra que entre sus manos tenía una bolsa llena de aerosoles. “Ella se va a ir mañana. Y yo le tengo que decir todo lo que siento. Porque lamentablemente no voy a verla más. Es eso o vivir con la duda para siempre. Lo estuve pensando. Lo medité mucho. Se lo tengo que escribir en la pared. Para que lo vea y le quede guardado para siempre” nos dijo Emanuel que, modificando toda la ecuación de nuestro pensamiento, nos demostró que no estaba obsesionado con una pared. Que, en realidad, tampoco estaba loco. Que su pasión no tenía que ver con un partido de fútbol. Sino que simplemente quería brindarle a su amor, el homenaje de que supiera que alguien en esta tierra pensaba en ella. Y que su partida no era insignificante, sino que para él dejaba un vacío difícil de llenar.

La pared quedó pintada. Con colores, con esmero y con una frase que decía a su amor “no te vayas”. De fondo, sonaban Los caballeros de la quema. En su canción, la frase decía “Y una pared que le grita a un amor, no puedo olvidarte”.

Esa noche, a pesar de que San Lorenzo dio vuelta el partido y le ganó a Huracán tres a dos, nada me importó más que la historia de Emanuel. Iluminado por las luces de su amor y agradecido a la pared insulsa del barrio de Mataderos, su historia quedó plasmada para siempre. Nunca nadie supo de los autores de semejante obra del romanticismo barrial. Quedamos ocultos bajo el lema de “los Siqueiros del amor del barrio de Mataderos”. Tampoco ningún vecino del barrio, ni las obras del progreso, se animaron a borrar el mensaje. Suponemos que todavía creen que la inspiradora del mural puede no haberlo visto. O es muy probable, casi con seguridad, que algún enamorado aproveche el mensaje y dedique a su enamorada esa pared. Cuando nos juntamos, creemos consecuentemente que en unos años más, esa pared se transformará en una atracción turística como los balcones de Romeo y Julieta. Pero, a la vez, nadie más que nosotros conocemos el resultado final de la historia. Y así será por siempre. Lo que un amigo guarda en el cofre de la amistad, permanece allí por siempre.