Corrección literaria: Mariana Favieri
Ella iba a
morir en el mismo instante en que la tierra temblara, el cielo se rompiera y
sus sueños se derrumbaran. Eso fue lo que me hizo creer Ana Brown, durante el
crudo invierno de mil novecientos setenta y siete. La siguiente vez que la vi,
Ana ya estaba muerta. Y entonces recordé sus palabras: “No habrá peor muerte
que el olvido”.
Ana era una
de esas mujeres que cautivaban con un simple gesto. A través de una mirada
penetrante de color celeste como el cielo y de un pelo rubio como jamás había
visto, la actriz de los teatros llenos lograba captar la atención de todos. Ya
sea por su completo vocabulario (porque le gustaba leer el diccionario) o por
sus fuertes discursos políticos, Ana Brown siempre era primera plana.
Sin embargo,
a esta actriz de un talento inconmensurable, le aquejaba uno (y tan solo un)
miedo. Y este refería directamente al olvido.
Si bien,
para cualquier artista el olvido es el tirano del éxito, para Ana lo era aún
más. Es que ella, sin darse cuenta, se había subido a una montaña rusa que,
hasta ese invierno, había ido siempre en subida.
Pero de nada
serviría el talento y el éxito, ni la perpetuidad ni las esperanzas, si es que
en todo este conjunto no se tendría una visión social. Y, para Ana Brown, la
política era tan importante como su vida misma.
En cierto
momento de su adolescencia, Ana había dudado si transformarse en actriz o bien
continuar sus estudios en la carrera de derecho para luego orientarse a la
política. Pero prevaleció el ímpetu y su espíritu bohemio aunque, es justo aclararlo,
dicho espíritu cedió un vasto terreno al bagaje político que produjera la
sucesión de hechos desafortunados que la llevaron a morir.
Fue ese
mismo año en que Ana Brown me hizo su confesión, cuando la extrema militancia
peronista (no montonera) la puso en el ojo de la tormenta.
Testigo
vociferante del fenómeno Eva Perón y entregada a la causa de su convicción, Ana
estrujó su corazón y encendió la mecha de su flagelación interior. No le
importaba tanto el qué dirán, ni los juicios de “opinología” barata, sino más
bien las bondades de luchar por lo que siempre creyó… Su libertad de expresión.
“El artista
no debe callar. El artista es del pueblo. Si no es por ellos… ¿Quién nos
aplaudiría? ¿Quién daría hasta el último centavo por nuestras vidas? ¿Quién nos
daría la existencia?” me contó, casi entre lágrimas, un año antes de su muerte.
Recuerdo que
ese día, el gobierno militar argentino (con Videla en la cúpula) había decidido
el cierre de un pequeño teatro de la provincia de Buenos Aires que, entre otras
actividades, realizaba piezas de carácter comunista.
A razón de
esto, Ana Brown tomó partido por sus colegas manifestando abiertamente su
repudio a la censura y a la libertad de expresión. Sin embargo, salvo que las
manifestaciones fueran espontáneas o en directo (por algún canal de televisión),
la actriz era censurada.
A pesar de
la situación que se vivía en el país, Ana Brown sostenía que el exilio era una
de las peores consecuencias de la causa. Más allá de esto, se sentía en la
indefinición de no saber cuál sería su destino final, pues muchos de sus amigos
también habían desaparecido.
En lo
sucesivo, la actriz comenzó a asistir a un grupo del que pocos sabían su
pertenencia. Según algunos allegados, me comentaban que se trataba de un puñado
de artistas socialistas y utópicos, aunque yo expuse mi parecer: “es muy
probable que fueran montoneros” le dije a Norma, su íntima amiga, que no
tardaría en recordarme que Ana no comulgaba con esa idea. Sin perder el tiempo
agregué: “yo no comulgo con el comunismo, pero si es para llevarle la contra a
los milicos, no dudes de que me prendo”.
En la reconstrucción
de sus últimos días, muchas versiones circularon en los noticieros, diarios y
programas de radio. Pero ninguna tan certera como la visión de aquellos que la
veíamos con cierta incertidumbre. De hecho, esa constante sensación de que todo
en su vida era espontáneo fue la que nos llevó a no perderle pisada.
Sabíamos que,
pocos meses antes de su deceso, había comenzado una relación con un joven actor
de teatro independiente. Pero, a la vez, había intensificado su actividad en el
extraño grupo. Más allá de eso, dos integrantes de dicho espacio habían
desaparecido en ese crudo invierno. Lo supimos apenas nos presentamos en la
comisaría del barrio en dónde aparentemente fue vista por última vez. Allí,
familiares de los otros dos desaparecidos confesaban haber escuchado sobre la
presencia de Ana en las reuniones.
Así, cuando
apareciera muerta unos meses después, nos dimos cuenta de que el mensaje era
claro. Ya no importaban los nombres, ni el género, ni el modo de lucha. Lo que
los militares querían hacer era un genocidio humano y cultural. Un modus
operandi que erradicara de las paredes de nuestra Nación todo vestigio de
lucha, de ideales contradictorios y de sueños utópicos que atentaran contra la
idea de Estado que ellos venían a proponer.
Esta es mi
versión sobre la muerte de Ana Brown. No fuimos amigos ni enemigos, sino mutuos
admiradores de nuestros propios vaivenes culturales. Creo que Ana logró
trasgredir las fronteras de la simpleza de un artista, convirtiéndose en su
propia victimaria. Sabiendo que la oscuridad que aquejaba a nuestra tierra,
prontamente la podría transformar en víctima.
Su mayor
suplicio fue pervivir en las mentes de sus admiradores. Y sin embargo, el paso
en falso de su pertenencia, el equívoco juego de su mente y el poco tacto de
conocer un poco más sobre su extraño grupo, probablemente la condenaron a aquello
a lo que siempre temió: el olvido.
Supusimos
que su muchacho de poco tiempo, (del que nunca nadie volvió a saber ya que
vivió en el ostracismo), fue el entregador final. Y creo fervientemente que la
aparición de Ana Brown fue la evidencia de que en la Argentina “no se jodía ni
se debía pensar”.
Fueron
tiempos difíciles. Años en los que hube recordado aquella frase en mi cabeza.
Una y otra vez. Guardando el tono de su voz y cada gesto de su cuerpo.
Tan solo
éramos cinco personas en su velatorio. Afuera hacía frío… Era un crudo invierno
de mil novecientos ochenta y cuatro. Con la Democracia en pañales y las
esperanzas vagas.
Miré por la ventana y busqué su rostro en un viaje
atemporal. Me di cuenta de que tenía razón. El tiempo había hecho estragos.
Hizo de su fama una ruina y de su clamor por el pueblo una desolación. En siete
años, Ana Brown había sido olvidada, sustituida y deshonrada. Ya nadie la recordaría
excepto estos pocos que aún creemos estar vivos en alguna parte o en algún
lugar del mundo. Ciertamente, no tuvimos las agallas de Ana. Tan solo fuimos
aquellos que la abandonamos en ese largo viaje que significa soñar con un mundo
mejor. Ese mundo en que, según la hora de su defunción, había llorado, había
temblado y la había olvidado.
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