jueves, 1 de febrero de 2018

ANA BROWN De Daniel Favieri Tuzio


Corrección literaria: Mariana Favieri

Ella iba a morir en el mismo instante en que la tierra temblara, el cielo se rompiera y sus sueños se derrumbaran. Eso fue lo que me hizo creer Ana Brown, durante el crudo invierno de mil novecientos setenta y siete. La siguiente vez que la vi, Ana ya estaba muerta. Y entonces recordé sus palabras: “No habrá peor muerte que el olvido”.
Ana era una de esas mujeres que cautivaban con un simple gesto. A través de una mirada penetrante de color celeste como el cielo y de un pelo rubio como jamás había visto, la actriz de los teatros llenos lograba captar la atención de todos. Ya sea por su completo vocabulario (porque le gustaba leer el diccionario) o por sus fuertes discursos políticos, Ana Brown siempre era primera plana.
Sin embargo, a esta actriz de un talento inconmensurable, le aquejaba uno (y tan solo un) miedo. Y este refería directamente al olvido.
Si bien, para cualquier artista el olvido es el tirano del éxito, para Ana lo era aún más. Es que ella, sin darse cuenta, se había subido a una montaña rusa que, hasta ese invierno, había ido siempre en subida.
Pero de nada serviría el talento y el éxito, ni la perpetuidad ni las esperanzas, si es que en todo este conjunto no se tendría una visión social. Y, para Ana Brown, la política era tan importante como su vida misma.
En cierto momento de su adolescencia, Ana había dudado si transformarse en actriz o bien continuar sus estudios en la carrera de derecho para luego orientarse a la política. Pero prevaleció el ímpetu y su espíritu bohemio aunque, es justo aclararlo, dicho espíritu cedió un vasto terreno al bagaje político que produjera la sucesión de hechos desafortunados que la llevaron a morir.
Fue ese mismo año en que Ana Brown me hizo su confesión, cuando la extrema militancia peronista (no montonera) la puso en el ojo de la tormenta.
Testigo vociferante del fenómeno Eva Perón y entregada a la causa de su convicción, Ana estrujó su corazón y encendió la mecha de su flagelación interior. No le importaba tanto el qué dirán, ni los juicios de “opinología” barata, sino más bien las bondades de luchar por lo que siempre creyó… Su libertad de expresión.
“El artista no debe callar. El artista es del pueblo. Si no es por ellos… ¿Quién nos aplaudiría? ¿Quién daría hasta el último centavo por nuestras vidas? ¿Quién nos daría la existencia?” me contó, casi entre lágrimas, un año antes de su muerte.
Recuerdo que ese día, el gobierno militar argentino (con Videla en la cúpula) había decidido el cierre de un pequeño teatro de la provincia de Buenos Aires que, entre otras actividades, realizaba piezas de carácter comunista.
A razón de esto, Ana Brown tomó partido por sus colegas manifestando abiertamente su repudio a la censura y a la libertad de expresión. Sin embargo, salvo que las manifestaciones fueran espontáneas o en directo (por algún canal de televisión), la actriz era censurada.
A pesar de la situación que se vivía en el país, Ana Brown sostenía que el exilio era una de las peores consecuencias de la causa. Más allá de esto, se sentía en la indefinición de no saber cuál sería su destino final, pues muchos de sus amigos también habían desaparecido.
En lo sucesivo, la actriz comenzó a asistir a un grupo del que pocos sabían su pertenencia. Según algunos allegados, me comentaban que se trataba de un puñado de artistas socialistas y utópicos, aunque yo expuse mi parecer: “es muy probable que fueran montoneros” le dije a Norma, su íntima amiga, que no tardaría en recordarme que Ana no comulgaba con esa idea. Sin perder el tiempo agregué: “yo no comulgo con el comunismo, pero si es para llevarle la contra a los milicos, no dudes de que me prendo”.  
En la reconstrucción de sus últimos días, muchas versiones circularon en los noticieros, diarios y programas de radio. Pero ninguna tan certera como la visión de aquellos que la veíamos con cierta incertidumbre. De hecho, esa constante sensación de que todo en su vida era espontáneo fue la que nos llevó a no perderle pisada.
Sabíamos que, pocos meses antes de su deceso, había comenzado una relación con un joven actor de teatro independiente. Pero, a la vez, había intensificado su actividad en el extraño grupo. Más allá de eso, dos integrantes de dicho espacio habían desaparecido en ese crudo invierno. Lo supimos apenas nos presentamos en la comisaría del barrio en dónde aparentemente fue vista por última vez. Allí, familiares de los otros dos desaparecidos confesaban haber escuchado sobre la presencia de Ana en las reuniones.
Así, cuando apareciera muerta unos meses después, nos dimos cuenta de que el mensaje era claro. Ya no importaban los nombres, ni el género, ni el modo de lucha. Lo que los militares querían hacer era un genocidio humano y cultural. Un modus operandi que erradicara de las paredes de nuestra Nación todo vestigio de lucha, de ideales contradictorios y de sueños utópicos que atentaran contra la idea de Estado que ellos venían a proponer.
Esta es mi versión sobre la muerte de Ana Brown. No fuimos amigos ni enemigos, sino mutuos admiradores de nuestros propios vaivenes culturales. Creo que Ana logró trasgredir las fronteras de la simpleza de un artista, convirtiéndose en su propia victimaria. Sabiendo que la oscuridad que aquejaba a nuestra tierra, prontamente la podría transformar en víctima.
Su mayor suplicio fue pervivir en las mentes de sus admiradores. Y sin embargo, el paso en falso de su pertenencia, el equívoco juego de su mente y el poco tacto de conocer un poco más sobre su extraño grupo, probablemente la condenaron a aquello a lo que siempre temió: el olvido.
Supusimos que su muchacho de poco tiempo, (del que nunca nadie volvió a saber ya que vivió en el ostracismo), fue el entregador final. Y creo fervientemente que la aparición de Ana Brown fue la evidencia de que en la Argentina “no se jodía ni se debía pensar”.
Fueron tiempos difíciles. Años en los que hube recordado aquella frase en mi cabeza. Una y otra vez. Guardando el tono de su voz y cada gesto de su cuerpo.
Tan solo éramos cinco personas en su velatorio. Afuera hacía frío… Era un crudo invierno de mil novecientos ochenta y cuatro. Con la Democracia en pañales y las esperanzas vagas.

Miré por la ventana y busqué su rostro en un viaje atemporal. Me di cuenta de que tenía razón. El tiempo había hecho estragos. Hizo de su fama una ruina y de su clamor por el pueblo una desolación. En siete años, Ana Brown había sido olvidada, sustituida y deshonrada. Ya nadie la recordaría excepto estos pocos que aún creemos estar vivos en alguna parte o en algún lugar del mundo. Ciertamente, no tuvimos las agallas de Ana. Tan solo fuimos aquellos que la abandonamos en ese largo viaje que significa soñar con un mundo mejor. Ese mundo en que, según la hora de su defunción, había llorado, había temblado y la había olvidado.

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