Eran las dos de la mañana de un sábado lúgubre. La humanidad
no había comprendido las vicisitudes del momento. Y mientras se debatía entre
la ignorancia y la desgracia, sucumbía segundo a segundo.
Hacía de su profunda herida una grieta del tiempo. Mientras
afuera, los marginados y las marginadas no lo eran tanto (pues desacataban las órdenes
del encierro), adentro los supuestos y las supuestas inocentes padecían los
desvelos por no poderse recordar.
Fueron tantos los años de no mirarse a los ojos y tantas las
incapacidades de la libertad, que los humanos y las humanas de ese mundo
abandonado, finalmente, entendían lo que era extrañar.
Era como un obligado experimento social. Era como una prueba
de constante responsabilidad. Desde las entrañas del retiro se luchaba contra
todo aquel incumplidor fatal. Eran tiempos de pensar en nada, ponerse en cero y
volver a caminar.
La humanidad, que tantas veces dedicó su tiempo a buscar
seres de otros planetas, ahora vagaba por sus propias cárceles, dependiendo de
sí misma para sobrevivir. Buscándose a ellos y ellas mismas. Ni más ni menos. Una
tarea difícil. Una lucha de enemigos internos. Un efecto de derrotas
constantes.
Si el mero hecho de participar de una prueba invariable no
entendía de desafíos, era porque en sí misma la humanidad no lograba
entenderse. ¿Cómo ha de ser tan bestia, que dice extrañar lo que nunca miró, lo
que de ningún modo valoró y lo que jamás abrazó? Ahora sí dirán cada tanto que
entendieron al preso, al desvalido y al médico. Al policía, al docente y al
carpintero.
Eran las dos de la mañana de un sábado lúgubre. Muchos y
muchas continuaban despiertos. Soñando que todo era un sueño. Pensando que todo
iba a pasar.
Los más pesimistas incluso creían que había espacio para el
silencio. Ese que, como si fuera un tiro libre de Messi, acallaba a las fieras
y esparcía esperanzas en la tierra. De ver un gol, de ver un deseo cumplido y
de creer que la justicia divina estaba de su lado porque “Dios es argentino”
dirían alguna vez los “desencajados del barrio del olvido”.
Ni “Dios es argentino”, ni Dios es parte. La humanidad,
eternamente buscadora de chivos expiatorios que expliquen sus torpezas, se veía
restringida a sí misma. El peor efecto del juego era, sin dudas, que lo estaba
perdiendo.
En definitiva, no había una explicación certera en la
carrera de la subsistencia. No había un proyecto potable para sanar los males.
Pues la peor dependencia es la de uno mismo con uno mismo. La peor forma de
castigo es la nimiedad de tener que quererse un poco. El peor show al que
podemos asistir es al de entender que existe otro, una otra y un conjunto de
especies que conviven entre sí.
Eran las dos de la mañana de un sábado lúgubre. La humanidad
había sido invitada a un nuevo tiempo histórico. A un probable cambio de
paradigma. La humanidad entera debía mirarse al espejo y preguntarse… ¿Qué
carajos hicimos?
Eran las dos de la mañana. Tiempo de entender los límites de
la pretensión. El reloj hacía ruido. Movía sus agujas como si estuviera
explicando una lección. La del tiempo que se escapaba como agua entre los
dedos. La humanidad aún no lo había entendido. Estaban en su nueva arca de Noé.
Era un diluvio sin lluvia. Era su propia medicina. Era su peor proyecto…
Desafiarse a sí misma para correr el riesgo de vencer y tener que cometer los
mismos errores que la llevaron a ese sábado lúgubre, a las dos de la mañana,
cuando todo era clama, todo era nervios, todo era falsedad.
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