De Daniel Favieri Tuzio
El amor, esa
curiosa forma de explicar el desengaño, implica una novedad. Somos seres
atrapados por el tiempo y la incógnita. Porque no sabemos, a ciencia cierta, cuánto
va a durar una relación. Pero sí sabemos, y esto es una certeza, que siempre se
puede terminar.
Entonces,
más allá de las virtudes de los fanáticos del romanticismo (que buscan entender
el estado del amor), debemos comprender algo fundamental: somos rehenes de un
éter que nos envuelve y nos inmoviliza en el tic tac de las agujas del reloj.
Retomo, un
tanto ingenuo, este embrollo que planteo. Y desanudo el efecto causado por algo
desconocido y que automáticamente me conduce a pensar: qué pasa con los amores
perdidos? ¿A dónde van a parar?
Pero que se
entienda, no hablo de relaciones rotas. Ni intento contribuir a una mirada
global sobre aquellas cosas que son sencillas de explicar. Simplemente intento
encontrar la escena puntual en donde una persona deja de amar a la otra, aún
amándola.
Es como una
suerte de paradoja. Un universo paralelo de dos vidas. Una especie de sueño, en
donde el costo es no despertar de la pesadilla.
Si alguien
me pregunta, la latinoamericana que viajaba por el cielo azul, la de los ojos
más verdes que el pasto, había cautivado todo lo que una mujer podía
conquistarle a un hombre: la mirada.
Y parecía
que, igualmente, las obras de arte del contexto invitaban a un romanticismo
constante. Érase una vez en México, cuando esos ojos verdes hicieron estragos
de lo conocido hasta ese momento. Yo era medio adolescente, y como tal, no
conocía del tiempo. Porque el tiempo lo hacía yo. A mí gusto. A mí forma. Y con
esa letal idea de que el reencuentro iba a ser más especial que el encuentro.
Alguna vez. Más pronto que tarde. Porque, en definitiva, los gajes del oficio
de un soñador, no tienen límites. Y a esa edad, dieciocho años, nadie puede
frenar el reloj.
Pero, así
las cosas, y si estoy hablando de ese lugar al que van los amores perdidos, es
porque alguien le puso un límite a mi tiempo. Insistentemente, vaya a saber
quién, me fue invitando a declinar sobre la idea de un mañana de historias con
finales felices. Algo que, así como lo digo, me indica que la felicidad plena
es otra de las mentiras mejor inventadas para perseguir los sueños. Es como la
economía de un país. Felicidad por un tiempo, deuda con el futuro. Tiempo de
pagar para volver a perseguir la felicidad. Utopía al fin.
La
Latinoamericana de los ojos más verdes me dijo alguna vez, “me gustaría verte una
vez más”. Pero era evidente que ambos estábamos contrayendo una deuda con el
futuro. Impagable. Pero en ninguna de sus formas usurera. A lo sumo, se paga
con el desamor. Y eso pasó.
Pero
retomando lo que decía al principio, sobre ese cuento de los amores perdidos,
pienso que se ubican en formas inconclusas que no saben de odiar. Que no pueden
mentir. Indudablemente conforman el momento ambiguo en donde uno quisiera
sentir la ira para aprender a soltar. Pero, tan inquebrantable es la regla, que
nos deja permanentes secuelas de lo que nunca dolió. Algo así como los
recuerdos de un futuro que nadie conoce, pero que, si lo miramos con binoculares,
está contado por las mentalidades de los curiosos, de los extraños, de los que
vieron a esos amores perdidos deslumbrados por el olvido. Es decir, un futuro
que existe. Que se deja ver.
No sé que habrá
sido, a ciencia cierta, de la Latinoamericana de los ojos verdes. Podría mentir
y decir que jamás volvimos a tener contacto. También podría decir la verdad y
contarles que cada tanto sabemos más de lo que debemos. Y es en este vacío de
las certezas en donde uno se posiciona para decir que los amores perdidos no
tienen tiempo, ni lugar, ni sonido, ni nada. Están perdidos. Se fueron por ahí.
Y nunca han de volver. Ese es el costo que hay que pagar, cuando uno no sabe lo
que se va a terminar. El ser humano, entre otras cosas, debería hacerse un bien
y ponerles fin a las cosas. Con un tiempo, en un lugar y cuando ya no hay más segundos
libres para enamorarse. Deberíamos poder, sin duda alguna, decidir en dónde depositar
a los amores perdidos, más allá de lo alcanzable.