sábado, 22 de septiembre de 2018

Hasta que te diste cuenta: un amor del tiempo


Las gotas de lluvia golpeaban en el asfalto con una impiadosa actitud que me hacía estremecer. Había pensado tanto en ese detalle que en aquella esquina perdida del barrio de Mataderos, no había reparado sobre su presencia.
Su radiante cara mojada de tranquilidad e impregnada de tiempo, me devolvió prontamente a la realidad. Ya no estaba solo en esa tarde gris. Me sentía acompañado de aquella valiente que calmaba con su fuerza la furia de la naturaleza y que extendía al mundo un mensaje subliminar: mantén la calma.
Me dio la sensación de que ella era la esperanza de mis sueños, el amor de un cuento sin final y la ilusión de mis desgracias, que en materia de amor, eran vastas.
¿De qué forma puede alguien atormentarse de invalidez sentimental? ¿Cuál es la manera correcta de percibir las señales de aquello que desconocemos? Porque a pesar de que el amor es la palabra más nombrada de nuestro mundo, nadie lo conoce, no lo tocamos y, diría yo, pocas veces lo reconocemos. Hasta que entonces aparece ese ser sobrenatural que en la casualidad de un instante siempre buscado, nos pone delante como una segunda oportunidad.
“Somos los sueños que soñamos” -pensé- y la soñé una vez más mientras la lluvia se hacía intensa. “Pero si te sueño” -murmuré- “significa que sos inalcanzable”.
Entonces me di cuenta de que estamos hechos de miedo. Un miedo inapelable del que nos atemorizamos ante la misma palabra. Curioso término que cuando uno debe decirlo no se anima a enfrentarlo... por miedo.
Sin embargo también lo pensé. El miedo puede ser un aliado desconsiderado. Que no nos da un previo aviso. No nos informa para qué se presenta ni para qué nos sirve. Es muy probable que lo mal interpretemos siempre. Y quizás no sea tan malo. Sino más bien el propio prejuicio de un concepto mal utilizado.
Entonces creo que si es tal cual como digo los seres humanos deberíamos de pensar en tiempo, en miedo y en sueños.
El tiempo nos rige como una tabla periódica que es exacta. Que no se modifica. Lo que pasó se fue. El miedo es un aliado que nos ayuda a tomar los mejores caminos posibles. Para no equivocarnos. Para no llorar por demás. Y los sueños son el final de la fórmula. El estado puro de lo que hacemos. Aquello por lo que levantamos el puño en alto y nos proponemos a nosotros mismos darle batalla a la vida para que esa tabla del tiempo no sea un elemento más del que debamos de escapar, sino más bien un amigo ente la soledad. 
Y allí estaba ella. En un mismo tiempo. Con sus miedos (sino no estaría cubriéndose del agua) y con sueños. El destino de la coincidencia no fue fortuito. Algo habremos hecho y algo habremos superado para estar en ese lugar, a esa hora y demasiado asustados los dos. Porque cada uno había fracasado en sus viejas historia. Y cada uno había sufrido lo suficiente como para no embriagarnos de ilusión. 
De la lluvia intensa sonaron las piedras que fueron como la música de nuestro encuentro. No se escuchaba el vals de la cenicienta ni la música de Nothing Hill, pero si me concentraba un poco podía escuchar su corazón. Y era tan sereno como el río en la noche. Y tan salvaje como el viento de las montañas. Así la descubrí por primera vez.
Y siempre fui demasiado intuitivo. El problema es que el miedo opacaba siempre esa sensación. Y esa tarde me paré frente a él. Nos miramos fijo algunos segundos. Levanté mi mano derecha y le ofrecí hacer las paces. El miedo sonrió y susurró... “hasta que te diste cuenta”.
De nuevo sentí la música de la lluvia que empezaba a ceder. Era el final de la película. Era el mensaje y la conclusión. ¿Quién ha de escribir el guión de nuestra historia, si no hay un más allá que calme el tiempo? Somos nosotros mismos los que tomamos en nuestras manos el agua de esta sociedad líquida, somos nosotros los que definimos de qué hablamos cuando decimos amor y somos nosotros los custodios de nuestras propias metas y objetivos.
Resumí todo eso en un viaje interno que me depositó en playas de luna llena y entendí de que es ese instante en el que debemos desobedecernos a nosotros mismos (que estamos impregnados de mandatos estructurantes) y romper el silencio impartido de nada. La miré a los ojos y ella lo hizo también. Sonreí levemente y ella respondió. Me acerqué lentamente al tiempo que ella se mantuvo inmóvil.
Fue ese beso el que definitivamente hizo de la eternidad un milagro desconocido por mí. “Te invito un café” le dije tan feliz que hasta creo no haberlo sido jamás hasta ese momento. “Por supuesto” me dijo esplendorosa.
Nos tomamos de la mano y caminamos. Le perdimos el miedo a la lluvia y a las piedras. A los mares extraños y a las canciones improvisadas. Fuimos el uno para el otro, en ese instante en el que ambos nos dimos cuenta de cuanto camino nos resta por caminar. Siempre hay un nuevo sol caiga el agua que caiga.


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