Las gotas de lluvia golpeaban en el asfalto con una
impiadosa actitud que me hacía estremecer. Había pensado tanto en ese detalle
que en aquella esquina perdida del barrio de Mataderos, no había reparado sobre
su presencia.
Su radiante cara mojada de tranquilidad e impregnada de
tiempo, me devolvió prontamente a la realidad. Ya no estaba solo en esa tarde
gris. Me sentía acompañado de aquella valiente que calmaba con su fuerza la
furia de la naturaleza y que extendía al mundo un mensaje subliminar: mantén la
calma.
Me dio la sensación de que ella era la esperanza de mis
sueños, el amor de un cuento sin final y la ilusión de mis desgracias, que en
materia de amor, eran vastas.
¿De qué forma puede alguien atormentarse de invalidez
sentimental? ¿Cuál es la manera correcta de percibir las señales de aquello que
desconocemos? Porque a pesar de que el amor es la palabra más nombrada de
nuestro mundo, nadie lo conoce, no lo tocamos y, diría yo, pocas veces lo
reconocemos. Hasta que entonces aparece ese ser sobrenatural que en la casualidad
de un instante siempre buscado, nos pone delante como una segunda oportunidad.
“Somos los sueños que soñamos” -pensé- y la soñé una vez más
mientras la lluvia se hacía intensa. “Pero si te sueño” -murmuré- “significa
que sos inalcanzable”.
Entonces me di cuenta de que estamos hechos de miedo. Un
miedo inapelable del que nos atemorizamos ante la misma palabra. Curioso término
que cuando uno debe decirlo no se anima a enfrentarlo... por miedo.
Sin embargo también lo pensé. El miedo puede ser un aliado
desconsiderado. Que no nos da un previo aviso. No nos informa para qué se
presenta ni para qué nos sirve. Es muy probable que lo mal interpretemos
siempre. Y quizás no sea tan malo. Sino más bien el propio prejuicio de un concepto
mal utilizado.
Entonces creo que si es tal cual como digo los seres humanos
deberíamos de pensar en tiempo, en miedo y en sueños.
El tiempo nos rige como una tabla periódica que es exacta.
Que no se modifica. Lo que pasó se fue. El miedo es un aliado que nos ayuda a tomar
los mejores caminos posibles. Para no equivocarnos. Para no llorar por demás. Y
los sueños son el final de la fórmula. El estado puro de lo que hacemos.
Aquello por lo que levantamos el puño en alto y nos proponemos a nosotros
mismos darle batalla a la vida para que esa tabla del tiempo no sea un elemento
más del que debamos de escapar, sino más bien un amigo ente la soledad.
Y allí estaba ella. En un mismo tiempo. Con sus miedos (sino
no estaría cubriéndose del agua) y con sueños. El destino de la coincidencia no
fue fortuito. Algo habremos hecho y algo habremos superado para estar en ese
lugar, a esa hora y demasiado asustados los dos. Porque cada uno había fracasado en sus viejas historia. Y cada uno había sufrido lo suficiente como para no embriagarnos de ilusión.
De la lluvia intensa sonaron las piedras que fueron como la
música de nuestro encuentro. No se escuchaba el vals de la cenicienta ni la
música de Nothing Hill, pero si me concentraba un poco podía escuchar su
corazón. Y era tan sereno como el río en la noche. Y tan salvaje como el viento
de las montañas. Así la descubrí por primera vez.
Y siempre fui demasiado intuitivo. El problema es que el
miedo opacaba siempre esa sensación. Y esa tarde me paré frente a él. Nos
miramos fijo algunos segundos. Levanté mi mano derecha y le ofrecí hacer las
paces. El miedo sonrió y susurró... “hasta que te diste cuenta”.
De nuevo sentí la música de la lluvia que empezaba a ceder.
Era el final de la película. Era el mensaje y la conclusión. ¿Quién ha de
escribir el guión de nuestra historia, si no hay un más allá que calme el
tiempo? Somos nosotros mismos los que tomamos en nuestras manos el agua de esta
sociedad líquida, somos nosotros los que definimos de qué hablamos cuando
decimos amor y somos nosotros los custodios de nuestras propias metas y
objetivos.
Resumí todo eso en un viaje interno que me depositó en playas
de luna llena y entendí de que es ese instante en el que debemos desobedecernos
a nosotros mismos (que estamos impregnados de mandatos estructurantes) y romper
el silencio impartido de nada. La miré a los ojos y ella lo hizo también.
Sonreí levemente y ella respondió. Me acerqué lentamente al tiempo que ella se
mantuvo inmóvil.
Fue ese beso el que definitivamente hizo de la eternidad un
milagro desconocido por mí. “Te invito un café” le dije tan feliz que hasta
creo no haberlo sido jamás hasta ese momento. “Por supuesto” me dijo
esplendorosa.
Nos tomamos de la mano y caminamos. Le perdimos el miedo a
la lluvia y a las piedras. A los mares extraños y a las canciones improvisadas.
Fuimos el uno para el otro, en ese instante en el que ambos nos dimos cuenta de
cuanto camino nos resta por caminar. Siempre hay un nuevo sol caiga el agua que
caiga.
Genio... Cuántos detalles para mi imaginación. Me encantó como todo lo que escribís!!
ResponderEliminarHermoso!
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