martes, 30 de marzo de 2021

¿A dónde van los amores perdidos?


 De Daniel Favieri Tuzio

El amor, esa curiosa forma de explicar el desengaño, implica una novedad. Somos seres atrapados por el tiempo y la incógnita. Porque no sabemos, a ciencia cierta, cuánto va a durar una relación. Pero sí sabemos, y esto es una certeza, que siempre se puede terminar.

Entonces, más allá de las virtudes de los fanáticos del romanticismo (que buscan entender el estado del amor), debemos comprender algo fundamental: somos rehenes de un éter que nos envuelve y nos inmoviliza en el tic tac de las agujas del reloj.

Retomo, un tanto ingenuo, este embrollo que planteo. Y desanudo el efecto causado por algo desconocido y que automáticamente me conduce a pensar: qué pasa con los amores perdidos? ¿A dónde van a parar?

Pero que se entienda, no hablo de relaciones rotas. Ni intento contribuir a una mirada global sobre aquellas cosas que son sencillas de explicar. Simplemente intento encontrar la escena puntual en donde una persona deja de amar a la otra, aún amándola.

Es como una suerte de paradoja. Un universo paralelo de dos vidas. Una especie de sueño, en donde el costo es no despertar de la pesadilla.

Si alguien me pregunta, la latinoamericana que viajaba por el cielo azul, la de los ojos más verdes que el pasto, había cautivado todo lo que una mujer podía conquistarle a un hombre: la mirada.

Y parecía que, igualmente, las obras de arte del contexto invitaban a un romanticismo constante. Érase una vez en México, cuando esos ojos verdes hicieron estragos de lo conocido hasta ese momento. Yo era medio adolescente, y como tal, no conocía del tiempo. Porque el tiempo lo hacía yo. A mí gusto. A mí forma. Y con esa letal idea de que el reencuentro iba a ser más especial que el encuentro. Alguna vez. Más pronto que tarde. Porque, en definitiva, los gajes del oficio de un soñador, no tienen límites. Y a esa edad, dieciocho años, nadie puede frenar el reloj.

Pero, así las cosas, y si estoy hablando de ese lugar al que van los amores perdidos, es porque alguien le puso un límite a mi tiempo. Insistentemente, vaya a saber quién, me fue invitando a declinar sobre la idea de un mañana de historias con finales felices. Algo que, así como lo digo, me indica que la felicidad plena es otra de las mentiras mejor inventadas para perseguir los sueños. Es como la economía de un país. Felicidad por un tiempo, deuda con el futuro. Tiempo de pagar para volver a perseguir la felicidad. Utopía al fin.

La Latinoamericana de los ojos más verdes me dijo alguna vez, “me gustaría verte una vez más”. Pero era evidente que ambos estábamos contrayendo una deuda con el futuro. Impagable. Pero en ninguna de sus formas usurera. A lo sumo, se paga con el desamor. Y eso pasó.

Pero retomando lo que decía al principio, sobre ese cuento de los amores perdidos, pienso que se ubican en formas inconclusas que no saben de odiar. Que no pueden mentir. Indudablemente conforman el momento ambiguo en donde uno quisiera sentir la ira para aprender a soltar. Pero, tan inquebrantable es la regla, que nos deja permanentes secuelas de lo que nunca dolió. Algo así como los recuerdos de un futuro que nadie conoce, pero que, si lo miramos con binoculares, está contado por las mentalidades de los curiosos, de los extraños, de los que vieron a esos amores perdidos deslumbrados por el olvido. Es decir, un futuro que existe. Que se deja ver.

No sé que habrá sido, a ciencia cierta, de la Latinoamericana de los ojos verdes. Podría mentir y decir que jamás volvimos a tener contacto. También podría decir la verdad y contarles que cada tanto sabemos más de lo que debemos. Y es en este vacío de las certezas en donde uno se posiciona para decir que los amores perdidos no tienen tiempo, ni lugar, ni sonido, ni nada. Están perdidos. Se fueron por ahí. Y nunca han de volver. Ese es el costo que hay que pagar, cuando uno no sabe lo que se va a terminar. El ser humano, entre otras cosas, debería hacerse un bien y ponerles fin a las cosas. Con un tiempo, en un lugar y cuando ya no hay más segundos libres para enamorarse. Deberíamos poder, sin duda alguna, decidir en dónde depositar a los amores perdidos, más allá de lo alcanzable.



domingo, 14 de marzo de 2021

Una mirada entre la gente


 De Daniel Favieri Tuzio

"Y entonces de repente, te veo entre la gente". 

Es que resulta casi imperceptible cuando una mirada entre la gente produce una conexión digna de un cuento de hadas. En realidad es tan imperceptible como la veracidad del suceso. Un espacio y un tiempo aislado, que parece gozar de una cápsula de silencio que no se puede explicar.

Uno no sabe cómo pasa. Ni por qué. Ni mucho menos para qué. Bueno, en realidad uno no sabe nada y de la duda también se aprende. Pero lo que sí es una certeza, es que la sangre que corre por las venas del cuerpo nos indica el camino del impulso como el único trayecto a seguir. Y muchas veces nos toca el rechazo.

Si he de hablar del rechazo, es su presencia la que nos permite amigarnos con la adrenalina de una probable negación amorosa, que en definitiva nos invita a pensar que los cuentos de amor son solo una dulce imagen hollywodense dispuesta para hacer dinero. Un engranaje más del capitalismo que rige las riendas del mundo en que vivimos.

Desde mi posición, el capitalismo es una aberración constante del sistema. Pero siempre me vuelvo a enamorar. Es tan aceitada la maquinaria, que de ninguna manera uno puede transgredirla sin perder algo en el camino. Hasta la misma confianza del ser.

Y todo habla de amor. La religión, los comercios, las instituciones, la tele, la pandemia, etc. Y así, como el triunfo de algo que no conocemos (porque no lo podemos ver o tocar, e incluso es objeto de análisis científico) nos entrega un concepto extraño que nos dirime en la pregunta rastrera… ¿Qué es el amor?

Hay una dinámica eficiente, producto de las sensaciones inverosímiles del amor. Por un lado, la de no querer volver a enamorarse. Prometer a los cuatro vientos que nada, ni Brad Pitt o Jennifer Anniston, pueden hacernos cambiar de opinión. Cuando nos desenamoramos, duele. Y si duele, no es amor. Y en segundo lugar, la compleja confusión que se genera cuando, volviendo a citar a Brad y a Jennifer, nos volvemos a enamorar. Dejamos de lado nuestras más puras convicciones y nos entregamos por completo a la llegada de un nuevo hombre o de otra mujer.

Pero la vida es así, vivimos en una sociedad posmoderna que avanza a pasos agigantados y sin medir consecuencias. Hemos visto caer imperios y en el presente vemos desaparecidas las más fervientes convicciones. Una y otra vez, dudosos pero perseverantes, volvemos a confiar en el amor (insisto, algo a lo que jamás le vimos la cara).

Y así se construyen algunas historias. Hay dos opciones: o uno se hace amigo de la soledad (y por ende cura sus más crueles internas personales) o uno no se amiga (y llena los vacíos). Entre la primera y la segunda, lo cierto es que uno se vuelve a enamorar.

Al parecer, entonces, volver a fijar la mirada en una persona es repensar aquella vez en que la ternura de dormirse mirándose a la cara, cuando la almohada suave susurraba una canción de cuna, le dio un sentido a cerrar los ojos. Es reconstruir la vaga idea de que el complemento es posible y que caminar de la mano es un culto a la admiración mutua. Es consolidar que dos pasados con presentes se unan para cimentar estructuras débiles que, como la vieja Italia, pueden ser engrandecidas sin modificar las fachadas. Es darle una oportunidad a la diversidad, cuando se es más maduro antes que cuando uno es más “atontado”.

De esta manera, dos almas encuentran a contramano flechas que, a pesar de ello, acortan los caminos repletos de baches que los municipios del amor nunca atienden.

Y con todo ello, alguien como yo, que es dueño de esas convicciones más propias y que siempre intenta (y solo intenta) oponerse al sistema, encuentra “una mirada entre la gente” que lo ilumina con sus ojos, que la hace una en un millón, que la encuentra perdida en el universo. Podría haber sido cualquier otra, pero fue esa. En un mundo sistemático, estructurado y lineal, alguien resalta porque el sistema no lo es todo. Los ojos valen más que la teoría de la relatividad. Supongo que de eso se trata el supuesto amor. De superar la constancia de los miedos para pensar la impertinencia de jugar otra mano más. Después de todo, nunca se sabe cómo será mañana, siempre es hoy.