Cualquier otro hubiera claudicado en la fría noche de
Agosto, cuando los efectos de los somníferos del sueño ya se habían terminado.
Es que esos habían sido para Indalecio Álvarez los días más tristes de su
existencia.
No había conocido en su perseverante actitud semejante
conspiración en su contra. Es que Indalecio Álvarez fue lógicamente un hombre
de pocas palabras, de muchas mujeres y de grandes metas… Solo que él nunca se
enteró.
Había en su porte un estigma al caminar. No lo hacía como
cualquier ser humano normal. Tenía la espalda como una tabla y arrastraba sus
pies cuando la adrenalina se dormía. Pero durante aquellos días enfermos de
agosto, Indalecio los vivió corriendo.
La noche anterior al suceso, este hombre oriundo de la
Provincia de Córdoba, soñó que su infancia había retornado. Como un curioso
juego del destino, pensó que las cosas podían cambiar. Creyó que en su cabeza
dejaría de rondar el fantasma de los malos recuerdos. Y también sintió en su
cuerpo el roce del viento que cambia el rumbo de todo aquello que viene mal.
Fueron días distintos para Indalecio que, al despertar,
había notado que la casucha en la que vivía, con ese olor a putrefacción y
tierra, seguía siendo el techo que a duras penas lo cubrían de la lluvia.
Volvió a sospechar de que los sueños, por más pequeños que fueran, eran
difíciles de cumplir.
Como un pacto con las secuencias de su vida, decidió por un
día olvidar todo aquello que lo podría hacer desertar. Pero no fue sino hasta
ese último segundo de vida, en que se dio cuenta de que a veces es mejor
recordar que pensar de más.
Nunca se le había ocurrido en su extraña existencia superar
las barreras de lo prohibido. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza
herir a alguien. Pero fue lo profundo del ser, la inmensa imposibilidad de su
estigma y la sangre que le hervía en las venas lo que le produjo los efectos
contrarios que le enfermaron el corazón: el amor. Y cuando eso ocurrió, ya no
volvería el tiempo hacia atrás.
Tres días antes de su último segundo de aire en el cuerpo,
Indalecio Álvarez había dejado a su novia en la casa de su padre. Eran las
cinco de la tarde y habían planeado reencontrarse a las 8 para ir al cine y
cenar.
A las 9 de la noche, Indalecio llamó a casa de su suegra
preguntando por María, pero esta ya se había ido una hora antes. Por la cabeza
de este ser humano se posaron las peores predicciones. Como el presentimiento
de un final sin anuncio o de un desastre natural sin aviso. No le quedó otra
cosa más que caminar.
Él sospechaba que el ex novio de María, con quien había
tenido sendos enfrentamientos de violencia, podría haber regresado a la
insistencia. Por lo tanto fue a golpear la puerta de su casa, pero nada… No se
escucharon ni los perros Doberman que este hombre tenía.
No habían rastros de María. Recorrió todos los caminos
posibles… Y nada. Fue a la policía a pedir ayuda, pero faltaba lo que en toda
película resuena sin cesar. “No podemos tomar la denuncia hasta comprobar su
desaparición”.
Como era de esperar y como marcaba su presentimiento, nada
bueno ocurrió. Los días pasaron y el amor de su vida no había regresado.
Cuando pudo radicar la denuncia, ya era tarde. Nombró entre
otros sospechosos a Augusto Martín, el ex novio de María y a otros posibles
sospechosos.
Cuando la policía consiguió la orden de allanamiento ya era
tarde. Habían pasado dos días. De nada sirvió que derribaran la puerta y
encontraran el cuerpo de María tirado en el suelo. Poco tuvo de suerte esta
historia de amor.
Indalecio sabía que podía encontrarlo, que tenía todo en sus
manos para entregar nuevas pistas que hicieran que la policía se acercara al
asesino… Pero prefirió callar.
Hasta ese momento no había derramado ni una sola lágrima por
su novia. Por el contrario, a muchos les llamaba la atención que así fuera.
Pero él no entendía de dolor. Solamente clamaba por venganza.
Llegó a su casucha, se sentó al pie de la cama y rezó dos
veces el Padre nuestro. Pidió la absolución de sus pecados en su dialéctica
directa con Dios y como por arte de magia sacó de debajo de su cama un revólver
que nunca había utilizado.
Partió en su furia incipiente como un rayo en la tormenta y
aceleró el paso a medida que los segundos corrían. Había pasado toda la noche
buscando al asesino. Pero no había tenido éxito. Solamente le quedaba una
oportunidad que su mente en blanco le había permitido observar: Augusto Martín
siempre había querido llevar a María a conocer el mar.
Efectivamente, luego de una mañana entera de viaje,
Indalecio llegó a Playa grande, el lugar que por antonomasia hubieran conocido
Augusto y María si esta no lo habría dejado. Y allí estaba, parado como una
estatua. Escuchando las olas que iban y venían. Soñando que nada de todo eso
podía ser real.
Indalecio le apuntó con el arma en la cabeza. Pero Augusto
ni se movió. Cuando intentó efectuar el disparo… Indalecio claudicó. Bajó su
arma. Miró fijamente la nuca del asesino y se dio cuenta de que ya no estaba
vivo, sino que se trataba de un hombre muerto.
A medida que Indalecio Álvarez se alejaba de Playa grande,
Augusto Martín daba pasos firmes hacia lo hondo del mar.
Una vez que llegó a su casucha, Indalecio se dio cuenta de
que todo había terminado y que ya nada tendría sentido. Guardó su arma debajo
de la cama. Recostó su cabeza en la almohada y finalmente se dejó llevar por
sus impulsos. Comenzó a tomar todas aquellas cosas que le hacían mal y decidió
someterse al juicio de su corazón. Necesitaba a María para toda la eternidad. Y
fue en ese segundo antes de morir en que lloró a María por primera vez. Pero
fue un llanto débil… corto, sin sufrimiento. Porque los efectos del sueño,
tiranos enemigos del olvido, no le dieron el tiempo de recordar.
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