viernes, 27 de julio de 2018

La cuarentena de Furet


De Daniel Favieri



Las cruces del pueblo ya no tenían un individuo que mojara con sus lágrimas su enmohecida estructura de piedra. Era tan evidente el cambio que ni el mismísimo Eliseo, cuidador del cementerio, seguía frecuentando ese terreno. El pueblo de Furet ya no tenía muertos a quién llorar.
Fue un éxodo de una noche de lluvia, fría y oscura, en dónde la mayoría de los ciudadanos comenzaron a marcharse. La luna se había escondido, como precipitando el adiós y el sol hacía días que no se asomaba.
Nadie había imaginado jamás semejante final. Ni siquiera los más experimentados y viejos frecuentadores del café del “gallego” que se internaban en las mesas agrietadas a filosofar sobre la vida.
Hacía rato que Furet vivía un ostracismo que hasta muy probablemente fuera planeado. Ya ni siquiera el café que servía el “gallego” era tan bueno. Se parecía más a una taza de petróleo rebajado con agua. Es que, por causa y efecto, la desesperación del turismo por conocer el esplendor de aquel pueblo tan reservado hizo que los habitantes del mismo se jugaran una mano a las cartas con el objetivo literal de borrarlo del mapa.
Fue una ardua tarea, pero radicalmente Furet, por decreto de su intendente, dejó de pintar sus coloridas casas, olvidó de cambiar las lamparitas de alguna que otra callecita de tierra y prefirió dejar el asfalto para otro momento.
Más de un vecino se había puesto contento. Ya no se les cobraría el impuesto de alumbrado, barrido y limpieza. Cuanto más sucio y anticuado estuviera Furet… mejor.
Lentamente y ante la falta de capitales turísticos, comenzó a suceder el efecto de la causa. Muchos de los comercios de Furet cerraron. Ya no había turistas que comprasen sus recuerdos ni mucho menos recuerdos que quisieran venderse.
Como por arte de magia los satélites impugnaron el espacio y el tiempo. Como reacción momentánea los municipales colgaron un cartel en la entrada del pueblo que rezaba “Furet en cuarentana. Disculpe las molestias”. Sin embargo la cuarentena duraría meses, años… Eternidad.
Quizás como un castigo a su individualismo o como una venganza de aquellos que no lo pudieron disfrutar, el efecto devastador que se había auto generado el pueblo encontró su momento final cuando, aquellos últimos jóvenes con deseos de progresar, egresaron de la escuelita próxima a cerrar.
Ya no existía primaria, porque no había niños que crecieran en Furet. Ya no habría secundaria, porque no había adolescentes que cursaran. Y como no había ni terciario ni universidad, los últimos estudiantes de Furet produjeron el éxodo devastador.
No tenían tumbas a las que arraigarse, porque ya nadie moría en Furet. No tenían una tierra que los amarre ni un enemigo a quien odiar. No tenían amigos con quien solidarizarse, pues no existió mayor solidaridad que la de aquel éxodo en esa noche lluviosa y fría en donde los adolescentes de Furet, un puñado de veinte, decidieron tomarse el tren de la distancia.
Entre las corridas y las valijas, entre los sueños de aquellos padres que les habían jurado no morir en Furet y entre las bocinas del tren, el éxodo tuvo un sabor a enfermedad. Porque no hay peor enfermedad que enterrar las raíces de la identidad, no hay peor mal que el ostracismo de aquello que se quiere guardar bajo un síndrome de egoísmo. Y no hay peor maldad que la de aquellos que no saben regresar.
Allí se quedó el viejo cuidador del cementerio, estrujando sus tripas con sabor a odio pero llorando en esa noche oscura con su pañuelo en la mano y despidiendo a lo que alguna vez creyó la esperanza del pueblo y el retorno de algún esplendor como resabio de lo que fue.
No obstante creía fervientemente el viejo cuidador que si al menos uno se quedaba allí, aún se corría la suerte de volver a soñar con Furet. A la mañana siguiente, a las puertas de entrada, tomó el cartel de cuarentena y le cambió su leyenda que ahora decía “pueblo abierto, vuelva a conocer Furet”.

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